La pandemia no nos ha hecho mejores. Al gobierno, tampoco. Antes al contrario, a los muchos defectos de éste en la gestión de la primera oleada parecen añadirse, en la segunda, la cobardía y la soberbia. Cobardía, por inhibirse en un momento crucial descargando la responsabilidad de lo que venga en las administraciones regionales, y soberbia, o arrogancia, por la mal disimulada satisfacción del presidente al anunciarlo.
Si no fuera porque hay tantas vidas en juego, este movimiento político no merecería otra cosa que el desdén que merece lo marrullero o lo pueril, pero, habiéndolas, no puede generar sino consternación y repulsa. Como los gobiernos autonómicos lo han hecho tan bien en la "nueva normalidad", pues nada, que se queden enteramente con la competencia de encarar el crudo otoño del coronavirus, cada uno con la suya, a ver si alguno lo hace mejor que el Gobierno cuando, acusado de autoritario y despótico por la oposición, la tuvo y la ejerció en exclusiva.
Diríase que el Gobierno supone que para no seguir haciéndolo mal, y no ser severamente reprendido en su día por las urnas, mejor es que lo hagan mal diecisiete. Para ello, para reforzar esa aspiración, aporta, pese a su inhibición general, algunas consignas tan descabelladas que, de ser asumidas, garantizarían el fracaso de cualquier administración regional, incluso el de la mejor de ellas, en esta lucha tan penosa, tan desigual, contra la pandemia. La consigna estrella: que millones de párvulos, niños, adolescentes y jóvenes retornen a sus centros escolares cuando España es el país europeo con la tasa más alta de contagios porque la transmisión del virus se halla rigurosamente descontrolada.
Cobardía y soberbia. Pero ésta, la soberbia, se tiñe de mayor peligrosidad al emparejarse con la mentira, la que en su comparecencia del martes arrojó sobre una sociedad que necesita más que nunca, si no la verdad en bruto, desnuda, sí cuando menos las claves que permiten fácilmente reconocerla.
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