La segunda ola de la pandemia ha venido a constatar una apreciación ya vislumbrada en la marejada dramática de primavera: España está siendo gobernada, desde el gobierno y desde la oposición, por la peor clase política de toda la democracia. Nadie se salva de tanta mediocridad.
La incapacidad demostrada en los meses tenebrosos de marzo, abril y mayo podía encontrar un atenuante en el desconocimiento del virus, su extraordinaria capacidad infectiva y la ausencia de previsión defensiva en medios humanos y técnicos para enfrentarse a un enemigo imprevisto e imprevisible, tan propia en un país como el nuestro, siempre dispuesto a dejar para pasado mañana lo que debía haber previsto anteayer. Lo que ya no tiene ninguna explicación es que, en esta segunda ola, cabalguemos desbocados ocupando la primera posición entre los países de nuestro entorno. Doctores tiene la iglesia y, sobre todo, la ciencia médica, para diagnosticar dónde se encuentran los motivos de esta carrera. Pero busquemos en los políticos la verdad de sus mentiras para constatar la incapacidad y el impudor de tanta mediocridad.
En la trinchera del gobierno, Sánchez ha demostrado que, al contrario que en los versos de Jorge Manrique, dice y se desdice, miente y no se arrepiente. Desde el inicio de la pandemia su trayectoria ha sido errática, una parrala continua (que sí, que sí a las mascarillas, que no, que no a la obligatoriedad de llevarlas; que ahora estas son las cifras, que ahora son estas otras, en fin, la canción de la Parrala). Mucha comunicación y una escasa capacidad de gestión que podría resumirse en una estrategia basada en el “llegar, llegaremos, lo que no sabemos en dónde”.
La mitad o casi de su gobierno está desaparecido y, en el caso de los ministerios de Podemos, solo se salva- y con aciertos reconocidos en su negociación permanente con empresarios y sindicatos- Yolanda Díaz. Irene Montero, Alberto Garzón o Manuel Castell no han sido capaces, todavía, de ir más allá de alguna extravagancia.
Sanchez se mueve cómodo en ese terreno. Hasta a escenografía intermitente de Pablo Iglesias, un día con el enfado por cómo se planificó la marcha del Rey Emérito, una semana después con la bandera de la Republica, para al día siguiente exhibir su capacidad de interlocución con ERC y Bildu en busca de pactos, y así vamos haciendo como si hiciéramos la revolución, reviste al presidente de una pátina de hombre de Estado de la que carece.
Un perfil de hombre de Estado que tampoco asiste a Pablo Casado. Durante estos meses el PP solo ha planteado frente a la pandemia una lírica continuada de adjetivos. Calificar al presidente de incapaz, inepto, traidor y todos los descalificativos que recoge el diccionario es un ejercicio de apariencia útil la primera vez que se utilizan, pero la reiteración acaba convirtiendo la estrategia del insulto en táctica y la acumulación de insultos en estrategia y esa circunstancia acaba desprestigiando al partido que la exhibe como único argumento.
El PP lleva seis meses ensimismado en una dialéctica parlamentaria de patio de colegio y debería haberlos aprovechado para transitar de los adjetivos a los verbos y conjugarlos desde la primera y la segunda persona del singular. Todavía no sabemos que propone Casado y el PP sobre cómo hacer frente a la pandemia. Mas allá del funeral de Estado, el monumento a las victimas y las banderas a media asta, ¿qué propone la alternativa al gobierno? ¿confinamientos parciales o generales, libertad total de movilidad, estado de alarma a la carta, control de fronteras, cambiar el comité de expertos que nunca lo fue, mayor dotación sanitaria, aumento en el numero de facultativos, enfermeros y personal auxiliar…cuál es su propuesta? Nadie la sabe porque nunca han ido más allá de vaguedades que no han sido capaces de llevar a la práctica ni en las comunidades autónomas en las que gobierna. Y en el caso de Madrid, mejor no hablar. Isabel Diaz Ayuso abochorna hasta a sus propios compañeros de militancia.
En cuanto a Vox, su reino no es de este mundo. Envueltos en la épica medieval declaran la guerra a Sánchez a través de una moción de censura tan esperpéntica que quien va a dar la cara es su representante en Cataluña, al que Abascal oirá sentado desde la comodidad de su escaño. Al neofranquismo le quitas la bandera y la inmigración y todo su relato se resume en la trilogía del dios, patria y rey, tres argumentos distintos y una realidad verdadera: la nada revestida de consignas trasnochadas proclamadas cara al sol con la camisa nueva.
En vez de comportarse como políticos con sentido de Estado, con sentido de país, los representantes de las cuatro principales fuerzas parlamentarias no dedican todos sus esfuerzos, como es imprescindible y urgente dada la gravedad del momento a combatir la pandemia y a hacer menores sus dramáticos efectos, que es lo que realmente interesa a los ciudadanos; a lo que están dedicando gran parte de su esfuerzos es a cuidar su participar parcela política.
Son tan mediocres, tan irresponsables, tan carentes de sentido de Estado que, como cantaba la copla, “todo es mentira, todo es quimera, todo es delirio de su ambición”. En esas doce palabras está resumida la verdad de sus mentiras.
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