Andrés García Ibáñez
22:22 • 09 dic. 2011
Para los melómanos y musicólogos, Wilhelm Furtwängler sigue siendo la mejor batuta de cuantas han dirigido al sordo de Bonn. Hijo de un arqueólogo y de una pintora, nació en Berlín en 1885 y murió el 30 de noviembre de 1954, pocos días después de dirigir por última vez la Novena Sinfonía en el festival de Lucerna.
Para él fue la mejor interpretación de cuantas había hecho de la obra que más profundamente amaba. Furtwängler dedicó gran parte de su vida a la exploración obsesiva de la Novena; la dirigió en noventa y seis ocasiones, de las que se conservan grabadas diez. La citada de Lucerna, y sobre todo, la del festival de Bayreuth de 1951, son míticas.
Al igual que Richard Strauss, permaneció en Alemania durante la época nazi y sirvió a Hitler. Desde 1938, Goebbels impuso la costumbre de que todos los años, cada veinte de abril, coincidiendo con el cumpleaños del Führer, Furtwängler dirigiera a la Filarmónica de Berlín, interpretando la Novena De Beethoven. El gran director era consciente de todo lo que estaba sucediendo, de toda la barbarie, pero decidió quedarse en su país. Está demostrado que usó su influencia y su prestigio para proteger a músicos judíos y miembros de su orquesta; hay evidencia documental de que, en unos ochenta casos, ayudó a personas que estaban en peligro inminente. Al final de la guerra huyó a Suiza y tras la caída de la Alemania nazi hubo de pasar –como otros muchos- por un proceso de desnazificación, del que salió absuelto, en 1947, de todos los cargos. En su defensa, argumentó que “no podía abandonar Alemania en su miseria más honda. Marcharme en aquel momento hubiese sido una huida vergonzosa. Piensen de ello lo que quieran en el extranjero, pero yo soy alemán. No lamento haberlo hecho por el pueblo alemán”.
Con todo, el resto de sus días le persiguió, constantemente, la sombra de haber sido el más grande director para los nazis; una horda de bárbaros sanguinarios que habían pervertido la esencia de la música que él tanto amaba, hecho del que, en cierta forma, fue cómplice. No obstante, su genio musical e interpretativo ha llegado impoluto hasta hoy. Sus grabaciones beethovenianas siguen siendo las mejores sin disputa. Con Furtwängler, Beethoven suena siempre como si lo hiciera por primera vez, nuevo y arrollador. Pocos directores han conseguido atrapar interpretando como si fuera un estreno obras archiconocidas e incuestionadas por un público universal. La música nos hiere y sorprende como algo que está siendo inventado en ese preciso momento; las masas orquestales y corales suenan con una aspereza –tan alemana- y una profundidad inolvidables.El gran Beethoven, sacro y profano a un tiempo, no habría existido del todo sin la batuta de Wilhem Furtwängler.
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