Una de las armas más despreciables y más indignantes, de la que con una frecuencia entusiasta echan mano los funcionarios y los políticos, es el silencio administrativo.
El silencio administrativo es algo así como cuando caminas por el portal de la casa de vecinos en la que habitas, estás a punto de salir, te tropiezas con uno de los habitantes del edificio, le saludas cortésmente con un "buenos días", y el individuo pasa de largo como si estuviera sordo, como si tú fueras un gilipollas saludador o como si él fuera un grosero cum laude. Pero con una abisal diferencia: el funcionario que te obsequia con la desconsideración del silencio administrativo, el que te ofende con su incorrección, es una persona a la que tú, tú, y otros muchos como tú, le estáis pagando el sueldo que cobra cada mes, mientras que el vecino descortés, vive de su trabajo y no de tus impuestos. El silencio administrativo, en el siglo XXI, viene a ser una especie de privilegio medieval, una bula extemporánea que se aplica sobre ciudadanos libres por parte de políticos y funcionarios que creen vivir en el siglo XII, donde mantienen el derecho de pernada sobre el expediente.
Pero ¿cómo aguantamos, todavía, este atropello? ¿Cómo es posible que admitamos que una organización, a la que mantenemos con nuestro dinero, nos considere al mismo nivel que las moscas que revolotean por la ventana del despacho del grosero, cuya instalación estamos pagando?
Hay que renovar las Leyes de Administración Civil, y derogar este privilegio antañón y repugnante, que es claramente anticonstitucional, puesto que a unos se les contesta y a otros no, lo que nos hace desiguales antes estos caciques medievales, que reparten sus porcentajes de gracia e injusticia entre funcionarios y políticos, según su capricho o según se pasen los expedientes o no por el arco del triunfo.
Ya vale. Estamos hartos. Y es el momento de que se escuche la voz del raciocinio* y de la buena educación.
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