Me pregunto a qué espera Pedro Sánchez para llamar a Pablo Casado. Ya sé, ya, que le telefoneó este fin de semana para pedirle apoyo para decretar el estado de alarma; pero no me refiero a un mero contacto telefónico, como ha hecho con todos los demás líderes parlamentarios. Quiero decir que ya va tardando el presidente para, después de lo que ocurrió la pasada semana con la moción de censura de Vox, convocar al presidente del PP e indiscutible líder de la oposición y mantener con él en La Moncloa una charla que sea larga y constructiva. Porque resulta impensable, fuera de todos los usos democráticos en Europa, ajeno a un mínimo planteamiento de sentido común, que, tras proyectar sobre nuestras cabezas un porvenir de seis meses y medio en estado de alarma, una restricción de libertades en toda regla, no se produzca, paralelamente, algún movimiento político de importancia.
Gobernar en estado de alarma es, sin duda, más fácil que hacerlo con el Parlamento funcionando a todo trapo y con normalidad -lo que no ocurre en España desde hace cinco años--, con la sociedad civil activada y con los medios de comunicación ejerciendo unas posibilidades de indagación de los hechos que no existen en el semi confinamiento. Resulta mucho más complicado celebrar cara a cara una conferencia de presidentes autonómicos, cada cual de su padre y de su madre -incluyendo los socialistas-- , que hacerlo telemáticamente, donde apenas caben las repreguntas, como también ocurre en esas ruedas de prensa tan curiosas que se hacen pantalla mediante en Moncloa. Pero lo fácil no suele ser lo más saludable, ni política ni democráticamente. Demasiadas interferencias en las ondas, muchos cabreos ciudadanos acumulados que no pueden expresarse, pero que acabarán estallando: la gente aguantó desde los balcones la primera ola, pero ahora los balcones se exponen al frío del invierno. Sánchez no puede limitarse a gobernar con ‘su’ coalición con Pablo Iglesias, con promesas dirigidas a diestra y a Esquerra, pretendiendo que Ciudadanos, diez escaños, le cubra las espaldas de la transversalidad y le libre del sambenito del Frankenstein. Eso, mantener a media España, o a una de las dos Españas, lejos de la decisiones del poder mientras importantes sectores de la población se mueren literalmente, de la enfermedad y casi de hambre, nada tiene que ver con una democracia sana.
Creo que, por mucho que la derecha más derechizada se muestre enfadada con su rasgo de valor rompiendo, creo que definitivamente, con Vox, Pablo Casado se ha ganado el derecho a ser considerado al menos un aspirante a estadista. El presidente del Gobierno aún tiene que demostrarlo, que no es estadista quien meramente hace sonar las trompetas de cierre de puertas con toques de queda. Mal servicio haría Sánchez a su patria, a su país, ignorando que el líder del PP tiene derecho a un tratamiento especialmente considerado. Y que él, Sánchez, tiene el deber de darle ese tratamiento.
Casado, supongo, algún día, seguramente más pronto de lo que muchos en el Gobierno creen, se convertirá en una alternativa real, o al menos complementaria, a la actual coalición, donde las diferencias surgen por doquier: desde la Constitución monárquica hasta los Presupuestos con Ciudadanos. Pasando, claro, por Venezuela (por cierto: ¿nos explicarán algún día cómo llegó el opositor Leopoldo López a Madrid, cosa de la que, por otro lado, me alegro? Pero la transparencia es la transparencia, y aquí ha brillado, de nuevo, por su ausencia).
No, no me basta con que Pedro Sánchez (y Casado por su parte) haga el ademán de que podría llegar a consensuar graciosamente la reforma del poder judicial. El país necesita consensos mucho más amplios, generalizados, para atravesar y superar la dificilísima situación en la que se encuentra. Casado se ha deshecho de Abascal y de Vox, que eran un problema. Quizá sea el momento de que Sánchez empiece a despegarse del problema que está ahí, en el lado opuesto, Pablo Iglesias y su formación morada. Y entonces, tal vez este país nuestro empiece a encontrar la buena senda. Y las charlas junto al fuego en Moncloa, libres de sombras chinescas, serán, al fin, constructivas.
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