En una entrevista con el actor Billy Crystal en Nueva York, hace años, le pregunté por su opinión sobre España. Me contestó con otra pregunta: “¿Por qué cenan ustedes a las once y media de la noche?” Me quedé tan desconcertado que lo único que se me ocurrió decir es que “trabajamos mucho”.
Su carcajada, entonces, pudo oírse hasta en las antípodas.
Pero la respuesta no era desatinada, porque con nuestros horarios nocturnos, únicos en el mundo, luego andamos cabeceando gran parte del día, porque nadie nos regala nada.
De ahí los años de debate sobre los horarios españoles, sobre todo los de noche, porque madrugar sí que hay que hacerlo, como en todas partes. Pero ahí seguimos. Oportunidades de cambio ha habido bastantes: por ejemplo, cuando las modificaciones de normativa horaria de primavera y otoño de la Unión Europea, que ya se han demostrado que no sirven para nada.
Ni hemos aprovechado esas oportunidades ni ninguna otra. ¿A quién se le ocurriría, por ejemplo, cenar a las siete o las ocho de la noche en un país en el hasta el prime time televisivo es a las diez y media?
Ahora, sin embargo, tenemos la ocasión de hacerlo con motivo de los toques de queda provocados por la pandemia del covid-19. Cerrar la restauración a las diez, once o hasta doce de la noche, supone la destrucción del sector mientras no cambiemos nuestros hábitos: si cerramos los establecimientos tres o cuatro horas antes, también tendríamos que cenar con la misma anticipación y modificar, en consecuencia, nuestro ritmo y pautas de vida.
O eso, o la bancarrota de un sector importante de la economía y, además, sin poder garantizar que habrá menos contagio fuera del restaurante que dentro de él.
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