Juan Palomo, el mítico bandolero de la cuadrilla de Los Siete Niños de Écija, enmudeció sobre las incandescentes ascuas de leña de almendro que calentaban el discurso del relato pausado y pormenorizado que contaba aquel anciano de níveas entradas y voz solemne, entre humeadas de su estilizada cachimba. En el extremo opuesto del hogar, el unipersonal auditorio del pequeño resobrino sintió la frustración, una vez más, por el cierre de aquel nuevo episodio que tan corto se le antojaba. Aquel capítulo, como otros precedentes, transcurrió en la casa grande de Fuente de Lancha, el cortijo del pueblo cordobés que había pertenecido a los descendientes del Conde de Belalcázar y de Alfonso de Sotomayor, y donde la banda levantó su fortín.
El reposo del esqueleto, el cansancio óptico de la pantalla del portátil y una suerte de reclusión dictada me echaron anoche súbitamente a la calle, pese a la consciencia de extralimitar el llamado toque de queda. Ni el vacío más vacío de mi vaciado rincón provinciano, ni el mudo silencio de la medianoche de la octava jornada de noviembre - roto por las dobladas doce campanadas del reloj de la torre basilical-, ni los cerrados ventanales de las vetustas viviendas inquietaron mi paseo nocturno a ninguna parte. Acerté a descubrir el paisaje imaginado del estado de alarma de meses atrás: Un tiempo que desvela evidencias en las que acaso no habíamos reparado nunca porque de fortuna que jamás habíamos vivido semejante situación. Mi inesperada presencia callejera pasa inadvertida a un rollizo felino blanco como el algodón que, intuyo, anda también de escapada, aunque en adelantada luna de enero. Estos despoblados pueblos de interior pintan su habitual paisaje de soledad prácticamente como el que ofrecen sus desérticas calles en tiempo de confinamiento y de toque de queda, que sí ha alterado el pálpito vital, sobre todo en bares y garitos donde parece haberse generalizado una suerte de prolongada feria de mediodía que pone su broche de cierre a la hora en que esa entelequia llamada normalidad levantaba los cierres a las relaciones y encuentros sociales. Pasadas las dos de la madrugada de la festividad de la Almudena descubro el divertido juego al escondite entre la luna –ora asomo, ora me escondo- y unas tímidas nubecillas que sobrevuelan la vertical fronteriza del Almanzora y el Levante, donde pueblos y aldeas agonizan por estrangulamiento vital, anclados en gemelas estampas de casas cerradas con estancias varadas, a la espera de que cuando esto pase sus ausentes moradores puedan habitarlas. El lento tránsito de la madrugada detiene mis pasos ante la morada de cuando niño. Otro gato noctívago cruza indeciso la calle. Los recuerdos de la leyenda me llevan, tras los balcones del inmueble centenario, a las cuitas narradas sobre el bandolero que hizo frente a las tropas de Napoleón y quien depositaba las joyas y dinero robado a los invasores en las cuadras del cortijo cordobés. La añeja expresión “yo me lo guiso, yo me lo como” me fue descubierta entonces en su verdadero origen por el paciente contador, a la sazón mi tío abuelo Segundo: Quevedo cerraba cada estrofa de su Letrilla Satírica III con «Yo me soy el Rey Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como». Sin embargo, los lugareños sustituyeron al monarca por el bandido legendario, a quien proporcionaron tan extendida popularidad.
Los asombros de la madrugada almeriense descorazonan tras los fotogramas de soledad y silencio humanos de esta burbuja que nos envuelve, donde la vida va y viene, donde las noches ya no se pueden guisar y comer porque no son como aquellas noches de mi particular Juan Palomo.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/203719/las-noches-de-juan-palomo