En muchas, muchas ocasiones, patear tu pueblo o tu ciudad te explica más cosas que asistir a una comida con un ministro.
Vivo en Majadahonda y, ayer, toqué el cristal de una ventanilla municipal, que debería estar abierta al público, y apareció una empleada muy indignada por mi criminal acción. Intenté explicarle que los empleados públicos tienen deberes con el público, que es quien paga sus sueldos, aparte de tener estabilidad perpetua en su empleo, dentro de un país que se encamina hacia los 5 millones de parados. Y me contó, muy enfadada, que ella era funcionaria, como funcionario era también el médico. Es decir, que se equiparaba a una persona que estudia durante seis años, prepara oposiciones a Médico Interno Residente uno o dos años más, y cobra, al acabar, bastante menos que la funcionaria aludida. Como debió considerar que su argumento quedaba débil me instó a que yo estudiara para ser como ella, o sea, funcionario. Ya me decía mi madre que debía estudiar más.
Ahora me explico el obsceno silencio administrativo, ese grosero desprecio hacia el ciudadano, al que la Administración le recuerda que no existe y, por tanto, no es nadie. Ni le responde, ni le soluciona el problema, ni le aconseja, por eso: porque no existe, excepto para pagar los impuestos.
Ni me escandalicé, ni me sorprendí. Este Ayuntamiento del PP tiene a una periodista como Directora de Comunicación, a la que he escrito en un par de ocasiones y jamás me ha contestado. Debe comunicarse con los periodistas de otras galaxias. La policía municipal, en cambio, la que pasa frío y calor, es amable y eficiente.
Siempre he defendido a los funcionarios. Desempeñé durante tres años un alto cargo en la Administración, seguro que superior a mi preparación, y siempre me encontré con personas de gran cultura e inteligencia. Lo malo es cuando te tropiezas con la buRRocracia (con dos erres, por favor) que sirve para explicarte la grosería española del silencio administrativo.
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