La felicidad nos vuelve bizcos. Me percaté de ello cuando Marinela subió a las redes sociales la última foto con su novio. El brillo en los ojos y el estrabismo, símbolos inequívocos de que todo prospera en la vida. Fíjense. Recuerdo cuando éramos amigas y el único requisito para subir una foto a Tuenti -lo que Instagram a los jóvenes de ahora o el chat de IRC en los de antes- era que ella saliera bien. Marinela no es bizca, es feliz.
En 2017, Instagram estableció un algoritmo que permitía identificar perfiles de usuarios que sufrían depresión. El color de las fotos -más azuladas-, el número de caras que aparecían o la falta de filtros indicaban el comienzo de este trastorno mental. A día de hoy, si uno escribe depresión en el buscador, una ventana emergente te pregunta si necesitas ayuda. Imagínense, la red social del exceso, la opulencia y la superficialidad ofreciéndonos consuelo. Normalizar este tipo de enfermedades ha hecho que se pueda hablar de ellas abiertamente e incluso que se popularicen. El must have de la temporada ya no es una prenda de moda, sino un trastorno mental.
Mi capítulo favorito de Black Mirror -el que la distópica serie tituló como Caída en picado- muestra una sociedad rendida a las redes sociales: el trabajo, la casa en la que quieras vivir o tu círculo de amigos dependerán del éxito virtual. Cuantos más likes, más felicidad. ¿Les resulta familiar? Al final del capítulo, la protagonista terminaba gritando “¡Que te jodan!”. Que le jodan a ese mundo inventando de colores pastel y vidas de ensueño.
Reviso las últimas fotos de mis amigos, a conciencia. Colores saturados y filtros que modifican no solo la cara, sino la voz. Están muy lejos de sufrir depresión, aceptarse a sí mismos o indicar en su currículum vitae nivel avanzado de Photoshop. Me tranquiliza.
La semana pasada me encontré con Marinela. Alabé su felicidad y le pregunté por su pareja. Ella se quitó sus enormes gafas de sol y me dijo: “Nos estamos dando una última oportunidad”. Pude observar que Marinela no era feliz, ni siquiera bizca. De repente todo a su alrededor se tiñó de un color azul. Nos despedimos con un selfie.
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