Patria es el relato del dolor, de la barbarie y Bildu es el no relato. Y digo no relato, porque nada puede justificar éticamente el asesinato de un ser humano y menos visto desde el presente. Sin embargo, hay un sustrato en todo este asunto que nos retrotae a los odios antiguos. No éramos demócratas y era normal que la España liberal e ilustrada que encarnó Don Manuel Azaña terminara fracasando. Aunque, en Europa pasó igual, pero aquí el tema se prolongó cuarenta años.
¿Olvidar mejor que
recordar?
Los vascos no deben andar muy contentos de verse retratados en el espejo de los fanatismos, en el papel del malo, por muy verdad que fuera, que lo fue. El caso es que la herida vasca vuelve de nuevo a sacar los demonios de la intolerancia, en una sociedad política donde los egos y las luchas por el poder parecen estar por encima de cualquier espíritu sanador. Remover la memoria de horrores pasados enciende profundas inquinas y a veces lo mejor es olvidar, mejor no reabrir las heridas, escribe el intelectual David Rieff.
Quizás sea verdad la idea de que lo que garantiza la salud de las sociedades y la de los individuos no es su capacidad de recordar, sino su capacidad para, finalmente, olvidar. Resaltar las ansias justicieras, lo emocional y gestual, cuando las soluciones tienen que ser racionalizadas y serenas no es el mejor camino. La vuelta al pasado, a los agravios, tan frecuente en algunos discursos ha conducido con demasiada facilidad más al rencor que a la reconciliación, más a la venganza que al perdón.
La autocrítica
necesaria
El fervor político, entre mesiánico y vehemente, que se ha vivido en el País Vasco desde la Transición no tiene parangón en la Europa democrática. La historia de odios atávicos y de violencia física y moral que se ha producido es para hacernos reflexionar a todos. Euskadi estaba invadida, colonizada, humillada, asimilada, decían unos. Otros piensan todo lo contrario. Ni Euskadi estaba invadida, ni humillada, ni asimilada. Mientras toda la oposición política abrazaba la reconciliación y miraba adelante, este conglomerado de radicales y visionarios se echó al monte y pusieron patas arriba a Euskadi.
El nacionalismo vasco, por tanto, debe ser interpelado, y con razón, por haber sido el hacedor del relato épico-narrativo que ha servido de alimento a la dialéctica de las bombas. Irresponsabilizar a Eta y a su entorno sobre los daños causados, podría significar una espada de Damocles sobre la democracia. En palabras del filósofo Reyes Mate “solo cabe la re-humanización del verdugo, si es capaz de ver en el otro la inocencia, es decir, de que tiene que responder de una muerte inocente. Sin ello no puede haber perdón”.
Civilizar el futuro
El País Vasco de hoy poco o nada tiene que ver con aquella sociedad del siglo pasado, ni en lo político ni en lo social. Esta es ahora una sociedad preparada, moderna, plural, donde las fronteras ideológicas y físicas se diluyen. En el nuevo escenario en el que se busca cerrar las heridas pendientes, los discursos frentistas del pasado ya no tienen sentido. De ahí, la necesidad de asumir el compromiso democrático con la pluralidad política, lingüística, cultural e identitaria en la Euskadi de hoy. Y puestos a hablar de identidades, recordar a Don Julio Caro Baroja: “La identidad como amor al país, a sus gentes, a sus vecinos, a los que no piensan como yo, a sus lenguas y culturas, a todas, sin exclusivismos, sin coacciones y sin violencia”.
Para terminar, quiero soñar con que los vínculos históricos, humanos y afectivos que han existido entre el Pais vasco y el resto de España sigan presentes, como lo siguen la huella de innumerables vascos que forman parte de nuestra cultura compartida, desde los Baroja, Unamuno, Celaya, Blas de Otero, Zubiri, Savater, Zuloaga, Artola, Chillida, Luis de Pablo y tantos y tantos otros.
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