De cómo se ha de realizar el desarrollo en un discurso

Diálogos (Apócrifos) LIngüístico-Quijotescos / 49

Luis Cortés Rodríguez
00:11 • 12 dic. 2020 / actualizado a las 07:00 • 12 dic. 2020

Dos días habían transcurrido desde la plática mantenida por Don Quijote y Sancho con fray Antonio sobre cómo deberían ser los inicios de los discursos. Durante ese tiempo, las ocurrencias y razones de amo y criado no dejaron de renovar en los Duques las risas y la algazara. Las burlas fueron sucediéndose una tras otra. 


Al tercer día, aprovechando que los Duques habían salido de caza con otras personas, fue fray Antonio quien comenzó la plática con amo, criado y con fray Francisco Torres, el confesor de palacio, que se encontraba presente. La cuestión que había quedado en suspenso trataba acerca de cómo habría de ser la parte llamada desarrollo en un discurso para que no solo diga bien, sino de modo ordenado, claro y cercano. Esto obliga, en primer lugar, al orador a propiciar asideros a los escuchantes para que puedan agarrarse y no descaminarse de lo que se está diciendo. Especialmente, porque es esta la parte más larga del referido discurso. 


—Decíamos poco ha –comenzó su plática fray Antonio– que el desarrollo es la fase que viene tras el inicio y que en ella se han de mostrar los asuntos que se quieran dar a conocer a quienes haya de dirigirse el gobernante, o sea, cuestiones relacionadas con el orden público, salvaguarda de los derechos, regalías reales y parecidas razones. Y siempre vocalizando bien y hablando despacio para que quienes te oigan puedan asimilarlo con sencillez. No se han de emplear latinismos como motu proprio, o grosso modo, pues el vulgo suele emplearlos mal y al imitarlos dirán motu propio o a grosso modo, con lo que mostrarán un mal uso de nuestra lengua. Y mucho menos otros como in extremis, pues son muchos los que lo emplearán mal y dirán incorrectamente en extremis. Tampoco han de emplear extranjerismos, pues… 



Perdone señor, -interrumpió con vehemencia don Quijote- que ese tiempo en el que los extranjerismos procedentes del italiano inundaban nuestra lengua, ya pasó, que hoy es el prestigio de Castilla el que hace que sea su hermosa lengua castellana o española la que da al mundo sus vocablos. Ansí, los franceses, entre otros muchos, han tomado sarabande, de nuestro término zarabanda, que, como vuestra merced sabe, es una danza lenta solemne y de ritmo ternario’. También tomaron  alcôve, de nuestra alcoba. Asimesmo, los ingleses han llevado a su vocabulario el término armada, de nuestra armada invencible, aunque luego no lo fuere tanto o grandee, vocablo que aludía a los grandes de España, o también… 


—Basta, no siga vuestra merced, pero no olvide que seguimos importando palabras de nuestros territorios de Indias, como tomate, chocolate, papa, batata, etc. y que, posteriormente, nosotros damos a conocer al mundo. Somos como el vínculo entre los territorios allende la mar y el mundo de acá. Volvamos a lo que nos ocupa, pues hablar oscuramente lo sabe hacer cualquiera, pero con claridad y con orden muy pocos. Y digo esto a porque si el orden es esencial en cualquier parte del discurso, lo es en especial en el desarrollo, donde a medida que este avanza los asistentes tienden a separarse de lo que se dice. Y tal orden se ha de procurar, en primer lugar, dando su sitio a cada una de las partes que se han de tratar. Y, en segundo lugar, uniendo dichas partes para formar un todo mediante elementos como «en primer lugar…», «en segundo lugar…», «dicho esto, el punto siguiente…»,«tras el orden público, quisiera referirme a la salvaguarda de los derechos, que será mi segundo punto…», etcétera, etcétera. 



—Por lo que entiendo –dijo don Quijote, algo confundido–, ese orden es para que nadie pueda descaminarse de aquello que se está diciendo y no aparte su atención.


—Cierto es, digno Caballero de los Leones, que así es lo que se ha de conseguir en estos momentos del discurso. Y como quiera que se haga para ello, también convendrá que se facilite, con dichos o fechos, el que los escuchantes, además de saber en qué parte del discurso están, sientan que es a ellos a quienes se les habla. Y esto exigirá alusiones, más o menos constantes, a dichos oyentes, por lo que jamás han de faltar referencias como «bien saben vuestras mercedes que…»; «me gustaría que vuestras mercedes coincidieran conmigo en…»; «podrán ver vuestras mercedes en este documento que…»; «en cuanto a esta última opinión, estoy seguro de que muchas de vuestras mercedes estarán pensando […]». Y es que, también, vuestras mercedes entenderán que no tiene sentido dar un discurso en público sin público, o sea, sin considerarlo. Así de descomunal. Pero así, también, de frecuente.



En ese momento tomó la palabra fray Francisco, el otro fraile agustino, confesor en el castillo, que se había unido a la reunión un tiempo antes y que hasta ese momento había permanecido en silencio siguiendo con atención la plática. Y dijo así:


— Estimado fray Antonio, extrañado estoy de que no haya dicho cosa alguna acerca de la importancia que en un discurso tienen las llamadas preguntas retóricas, pues de ellas ya se habla que eran muy empleadas por los oradores griegos. Sobre la respuesta y otras consideraciones se tratará en el capítulo siguiente.


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