A tenor de lo poco que se le cita en los medios de comunicación, es como si el partido político Vox no existiese o, al menos, fuese el último de la fila en el Congreso de Diputados.
Yo mismo he incurrido en esa práctica de ningunear al tercer partido en representación parlamentaria del país, dando más cancha a las tesis y propuestas de Ciudadanos, Esquerra Republicana, PNV y hasta Más País, si me apuran.
No es por azar, claro está, este silencio sobre un partido con 52 escaños. Las pocas veces que se le cita, además, es adjetivado siempre con epítetos descalificativos para no compararlo con los demás, HB Bildu incluido.
La maldición sobre Vox es compartida, además, con otros partidos de la nueva derecha identitaria europea, por muy diferentes que sea unos de otros, a los que se suele establecer un cordón sanitario ideológico en sus respectivos países, no vaya a ser que contagien e las buenas gentes con sus ideas, bastante distintas unas de otras, por cierto. Y no importa para ello que formaciones remotamente homólogas —y éstas, sí, con postulados más extremistas— ocupen el poder en países como Hungría o Polonia.
Pero hablábamos de Vox, que hubo de hacer una moción de censura, en la que todo el mundo le puso a parir, para poder huir dos días del anonimato y explicar sus tesis que poco tienen que ver con lo que les atribuyen sus detractores.
Ése efímero protagonismo lo volverá a tener en las elecciones catalanas, donde obtendrá representación parlamentaria, pero no nos engañemos, porque al día siguiente Vox seguirá siendo ese partido invisible cuyas tesis y programas se desconocen, más allá de las caricaturas que sobre ellos se hacen.
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