Yo como referencia del doctor Ramón Fernández Miranda solo puedo decir que me salvó la vida. Ni más ni menos. Y así se lo he hecho saber a todas las personas a las que he oído preguntar por un dermatólogo desde aquella mañana en la que tras ver el análisis de un lunar que iba camino de volverse maligno, levantó la mirada y me dijo: “Ve y bébete una botella de vino”. Él supo vislumbrar que esa mancha que pigmentaba mi piel traería problemas y la extirpó a tiempo. Ustedes pensarán que es su trabajo. Yo pienso que menos mal que fue él quien se cruzó en mi camino.
Por eso hoy que se jubila después de más de cuatro décadas de entregada vida profesional, me siento en la obligación de confesarles algunas cosas. O tal vez solo sea un intento vano de devolverle algo del cariño y el trato impecable que me ha brindado a lo largo de los últimos años a través de esta columna que espero que lea sentado en su consulta en su última mañana de trabajo.
Hace unos días pasé por allí con la excusa de someterme a mi última revisión, cuando en realidad solo iba a despedirme de Ramón. Le pregunté qué pasaría con aquel espacio casi mitológico para mí en el que ha evitado tantas tragedias, viendo la enfermedad antes incluso de que se manifieste. Le recordé lo desamparados que nos quedamos sus pacientes con esa voz de chica buena a la que siempre recurro cuando trato de arrancar la promesa de una última prórroga. Él me contestó con la sencillez de quien no se da ninguna importancia. Y comprendí que este médico al que hace tiempo que empecé a dirigirme con la admiración que profeso a mi padre y a la vez con la confianza con la que me confesaría a mi mejor amigo, además de un dermatólogo extraordinario, es un hombre bueno.
Hace unos meses Fernández Miranda pudo atender a un paciente al que había visto siendo niño, cuando él apenas se iniciaba en el noble oficio de la Medicina. Es una bonita forma de cerrar el círculo de 42 años de trabajo en los que, aunque él no se dé ninguna importancia, ha salvado vidas como la mía. Al salir de la consulta y despedirme en el pasillo, un nudo en la garganta me impidió echar la vista atrás. Valga este texto por el abrazo que frustró el maldito virus.
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