Los cambios atroces que nuestras vidas y nuestras mentes han sufrido en este año de locura que acaba, pero que seguirá extendiendo sus tentáculos sobre 2021, no tiene remedio con vacuna alguna. Comparto, desde luego, el alivio generalizado ante el comienzo, este mismo domingo en Guadalajara, de la vacunación, y solo deseo que me toque lo antes posible, aunque no sea más que para que actúe como placebo de conciencias y aprensiones. Pero lo que hemos vivido, lo que hemos dejado de vivir y lo que ya no viviremos no tiene cura. Este a modo de resumen panorámico de doce meses de pesadilla pretende demostrarlo.
Aborrezco la frase de que tal cosa ‘ha venido para quedarse’. Pero no queda otro remedio que utilizarla para definir cuanto creímos que era pasajero --teletrabajo, nuevos horarios, mascarilla a todas horas, adiós a los abrazos, acabaron los días de vino, rosas y jarana, adiós a trasnochar-- y ahora comprobamos que va a perdurar mucho más de lo que nos gustaría. Venceremos a la pandemia, por supuesto; pero las cicatrices, en forma de cautelas respecto de nuestro prójimo, seguirán ahí bastante tiempo. España, que era el país más alegre del mundo, ha dejado de serlo.
Regresará el turismo, volverán paulatinamente las tapas a las barras de los bares. Pero, más allá de lo razonable, algo nos dice que la tristeza con la que hemos vivido esta Navidad no va abandonarnos así como así.
Porque, además, este no ha sido solamente el año de la pandemia: recuerdo que, hace hoy exactamente un año, bromeábamos sobre cómo sería la investidura de Pedro Sánchez y la desvestidura de la señorita Pedroche en las campanadas de fin de año: ‘el pedrochismo’, me atreví a sintetizar aquel estado de ánimo de expectación colectiva, de fuegos artificiales, de imagen por encima de contenidos reales. Luego vinieron el pacto que no iba a ser y el nuevo Gobierno, primera coalición en su género en casi un siglo; la ruptura del Rey hijo con el Rey padre, que era algo que no se conocía desde los tiempos de Carlos IV; el ‘exilio’, que no era tal, del hombre que ejerció la Jefatura del Estado en el Reino de España durante casi cuarenta años. Y el estallido en pedazos de lo que fue el ‘espíritu del 78’. Una ruptura de enormes proporciones.
Así llegamos al discurso de Nochebuena de Felipe VI en su ‘annus horribilis’, aunque él, más pudoroso que la soberana británica, eludió referirse a sus circunstancias personales. Analice cada cual las virtudes y los defectos del texto recitado por el Monarca. Pero es imposible pasar por alto el mensaje dirigido al Rey desde uno de los partidos que nos gobiernan, el mayoritario: la Monarquía tiene que avanzar en sus reformas, hay que ‘seguir renovando’ la Corona. Un recado que puede ser esperanzador o alarmante, según se quiera mirar y según la confianza que cada cual tenga en el compromiso del PSOE y de su actual líder con la forma del Estado. Pero el cambio parece haber llegado a la Casa del Rey, lo quieran o no algunos de quienes han patrimonializado la Monarquía y tratan de seguir haciéndolo.
El recuento de todo lo ocurrido en este año precisa no de un simple comentario de prensa, sino de toda una biblioteca. Porque las transformaciones de fondo (y forma) afectan a casi todos los aspectos de nuestra existencia: hemos normalizado cosas, actitudes y conductas que antes eran inaceptables. Y, en cambio, se ha declarado anormal una manera de entender la política, las relaciones sociales, la economía y la Historia que, hasta el 13 de enero, cuando empezó a funcionar al actual Ejecutivo, nos parecía la correcta. Y eso, esa reversión cual si se hubiese dado la vuelta al Estado como un calcetín, no hay ya vacuna que la prevenga ni solucione. Quizá, si acaso, métodos paliativos. Y remedios quirúrgicos, que, desde luego, no deben afectar solamente a la principal institución del Reino de España. Ni por supuesto es solamente el Rey quien debe renovar métodos, estrategias y tácticas en su entorno.
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