Al parecer, entre los males causados por el COVID-19 está también el de destruir matrimonios: las estadísticas dicen que en el último año han aumentado el número de divorcios coincidiendo con el confinamiento, el teletrabajo y el aumento de horas pasadas en casa por ambos cónyuges.
O sea, que lo más perjudicial para la estabilidad de las parejas ha sido el exceso de convivencia.
Entre nosotros, eso supone llover sobre mojado, porque la duración de los matrimonios va disminuyendo de año en año y el promedio de durabilidad del vínculo viene a estar en torno a los dos años. Ya se veía venir, digo, de un tiempo a esta parte. En un episodio de la serie televisiva vasca de humor Vaya semanita de hace varias temporadas, al acabar la boda religiosa es el propio sacerdote el que hace una porra entre los invitados sobre cuánto durará el casamiento que acaba de oficiar. Para que vean.
En este artículo me refiero al matrimonio, claro, aunque cada vez son menos las parejas que pasan por la vicaría o el juzgado, pues tanto da hoy día la situación de hecho como la de derecho. Pero eso mismo avala mi tesis de que el enlace para toda la vida viene a ser una especie de pamema en la que casi nadie cree. Por eso, no es la primera vez que defiendo que el matrimonio debería ser un contrato a plazos, renovable, por ejemplo cada cinco años, o seguramente menos aun. Eso estimularía a las parejas y les haría tomar más en serio su relación, comprometiéndose a fondo mientras dure el trato acordado. Con toda probabilidad, el vínculo matrimonial sería más estable y no estaría al albur de cualquier discusión como sucede en la actualidad y el COVID-19 no ha hecho sino confirmar.
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