Salvador Illa no habla, musita. Y con ese tono, del que solo se desprendió una vez que se enfadó mucho en el Congreso, se ha despedido de la ciudadanía como ministro de Sanidad. Pero también con ese tono deslizó en su adiós una frase tópica e inquietante (el tópico siempre es inquietante) que no se aviene ni con su formación filosófica ni con la mansedumbre que se le atribuye con rara unanimidad: “No me arrepiento de nada”.
Dejando a un lado, por irrelevante y subjetivo, el efecto que semejante afirmación puede producirnos, y nos produce, a cuantos nos arrepentimos de un montón de cosas, así de las que hemos hecho como de las que no, sorprende que el bueno de Illa asegure no arrepentirse, cuando menos, de haber aceptado en su día el cargo de ministro de Sanidad, una materia de la que no sabía ni papa. Es cierto que no se necesita ser labrador para dirigir el ministerio de Agricultura, ni, por lo mismo, médico para llevar el de Sanidad, pero no lo es menos que solo una gran capacidad organizadora y de gestión puede enjugar ese inicial déficit de conocimiento directo y personal. Así pues, ¿qué notable gestión supuso Illa que podría hacer en un ministerio vaciado como el de Sanidad, con casi todas sus funciones transferidas a las comunidades autónomas?
A menos que Illa se adhiera al pensamiento de Spinoza, según el cual el que se arrepiente de lo que ha hecho es doblemente miserable, no se entiende que el ex ministro y hoy candidato a presidir la Generalitat no se arrepienta de nada, máxime cuando también afirmó que se habría equivocado como todo el mundo. Entonces, ¿no se arrepiente de sus equivocaciones? No lo creo. Illa sabe, pues ha estudiado Filosofía, que el arrepentimiento no remedia, pero que, si es sincero y reflexivo, puede enmendar y prevenir de futuros errores. ¿No se arrepiente, por ejemplo, de no haber relevado a Fernando Simón cuando, por su contumacia en los errores precisamente, supo que estaba quemado y, en consecuencia, inhábil para generar confianza?
Es probable que Salvador Illa esté arrepentido ya de haber dicho, en su despedida, que no se arrepiente de nada, pues parece lo suficientemente buena persona para sentirlo así. Cuando se deja el ministerio de Sanidad en la cresta de una tercera ola pandémica que no se ha acertado a controlar, ni a suavizar siquiera, es razonable suponer que algo hay de qué arrepentirse, e Illa tiene fama de razonable. El caso es que se va, dice él, sin arrepentirse de nada, y dejando en sus compatriotas, junto a un grato recuerdo de sus buenos modales, una valoración pobre, lamentablemente pobre, de su gestión ministerial.
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