Después de un mes y medio sin sesiones de control al Gobierno y tras el letargo que imponen las fiestas navideñas, se ve que algunos diputados tenían ganas de bronca. Porque pasan los años, pero ese espíritu marrullero permanece inalterable en muchas señorías. El martes, la ministra de Sanidad, Carolina Darias, tuvo que interrumpir su intervención en el Senado porque un puñado de senadores le impedían hilar su discurso con el sosiego requerido. Hoy la bulla se ha trasladado al Congreso. Y en varias ocasiones ha alcanzado tal nivel de decibelios que la presidenta de la Cámara ha tenido que llamar al orden a algunos parlamentarios advirtiéndoles, como si fuesen niños malcriados, de que el grito se identificaba incluso amortiguado y disimulado por una mascarilla.
Siempre me he planteado qué harán personas tan principales cuando vuelvan a casa y tengan que apagar el Telediario para no delatarse, para que sus hijos no puedan documentar la doble personalidad de esos progenitores tan cariñosos de puertas para dentro. No se me ocurre cómo podrán explicar después a sus hijos, no ya lo que es la democracia, sino lo que es la buena educación, que exige obedecer a la maestra y respetar al compañero, aunque sea rival, no hablar cuando a uno no le corresponde, no interrumpir a quien está en el uso de la palabra, preguntar lo que debes cuando debas y responder a lo que te preguntan cuando corresponda, y, sobre todo, no hacer uso de la mentira, el grito o el insulto como herramientas para defender tus argumentos.
Son sencillas pautas que nos hemos dado tras siglos de civilización para sostener la convivencia y posibilitar el diálogo. Normas que deberían seguir nuestras señorías no sólo por el debido respeto a los demás, por supuesto, sino sobre todo por respeto a sí mismos, a lo que representan y a quienes representan. Porque si no se respetan a sí mismos, cómo los vamos a respetar. Y van mal, muy mal en este empeño. Es una auténtica vergüenza contemplar cómo semana tras semana convierten el parlamento en una asamblea de groseros maleducados con corbata. Una pandemia para la que no se vislumbran vacunas.
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