Al parecer, y gracias a la COVID, está emergiendo con fuerza la profesión de falsificador. Es decir, que cada vez hay más gente suplantando a otras para hacer sus exámenes on line.
No hay un tramo específico de estudios ni un nivel académico concreto para la proliferación de esos falsarios, que llegan a ofrecer sus servicios por internet como si fuesen una ONG pero cobrando. Según en qué materias, estas actividades profesionales llegan a costar hasta 500 euros, según veo.
Claro que la profesión de falsario, de suplantador, ha existido siempre. Y hasta ha merecido la aceptación social, como la de esos negros —por usar el argot— que se dedican a escribir discursos oficiales que sus presuntos autores apenas si tienen tiempo de echar una ojeada y hacer alguna corrección.
Pero, entre nosotros, esa actividad ha alcanzado niveles de virtuosismo, eso sí, con implicaciones penales siempre olvidadas, como la de inflar currículums, obtener masters y, en el fondo, adecentar biografías más menguadas que el perro de un mendigo.
Eso se debe a que somos un país de tramposos e impostores a los que siempre parece bien copiar en los exámenes, como si ése fuera un derecho y no un delito. Lo mismo que sucede con nuestras declaraciones de impuestos, que procuramos recortar y, si podemos, defraudar lisa y llanamente como la cosa más natural del mundo.
En otros países, tales prácticas resultan inconcebibles. Recordemos, si no, que Al Capone acabó en la cárcel por evasión de impuestos y que en la mayoría de los casos a quien se le coge en una trampa académica acaba siendo expulsado del centro y se convierte en un marginado social de por vida.
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