Torero

Alberto Gutiérrez
07:00 • 20 feb. 2021

Siempre quise ser torero, lo confieso ahora que la pandemia nos devora con su urgencia de contagios. En estas tardes de invierno tiro de la hemeroteca de la juventud, cuando la sangre me hervía en algunas faenas en Las Ventas de Madrid, cuando la Monumental era mi segunda residencia universitaria. Me sentaba en la andanada del 7, segunda confesión, pero yo no pité nunca a un torero, porque para mí los matadores eran dioses y yo quería ser un dios como ellos. Cuando eres joven piensas que eres inmortal y que puedes ser una deidad en lo tuyo. En mi caso eran los toros, que fueron toda una escuela de valores y me brindaron lecciones impagables: perseverancia, valentía, capacidad de sacrificio y una escrupulosa falta de victimismo, que tanto abunda en la actualidad. Loquillo lo dice de otra manera: vivimos una orgía de victimismo. 


Pasó el tiempo, se esfumaron la juventud y los sueños, una vez que el camino de mi vida iba modificándose hacia rumbos lejanos a los ruedos, que tanto quise. Pero el veneno permanecía latente y durante estos últimos días volvieron a emerger las sensaciones, pero de otro modo. Ha vuelto aquel deseo que me hacía dueño, en mi imaginación, del favor y el fervor de veinticinco mil personas ovacionándome frente a un toro tras citarlo a veinte metros de distancia y ensayar unos naturales primorosos. La realidad virtual en mi cabeza, sin soportes tecnológicos. 


Los deseos van mudando la piel a lo largo de la vida, pero los que más arraigaron en ti suelen volver en momentos inesperados. Desconoces el motivo. No porque quieras retomar una idea que hoy sería lunática –quizá también entonces- sino porque te reconcilia con la versión más poderosa de quien has sido, con el joven que fuiste, que decía Morgan Freeman en Cadena Perpetua, y que ya no volverá. 



No sé si cambiaremos, si habremos aprendido o si regresaremos a las raíces, a cultivar en el campo, a cazar con flecha en la montaña y esas cosas. Primero derrotemos al virus y luego ya veremos, que enseguida nos ponemos estupendos con esa tendencia indeclinable a dibujar el futuro cuando ni siquiera hemos despejado los interrogantes del presente. 


Este año ha sido el peor de nuestras vidas, amenazadas bajo el tronar de un virus que va picando proteína sin desmayo, el muy canalla. Nos queda un largo trecho, unas cuantas fatiguitas, olas, desescaladas, turbulencias hospitalarias y vacunas para el miedo.



Los amantes del mindfulness dicen seguramente con razón que no hay que pensar en el pasado, porque produce depresión, ni en el futuro, porque genera ansiedad. Pero aquí cada uno se agarra a lo que puede. Y yo he vuelto a soñar con aquel toro que nunca toreé, cuando ponía la plaza boca abajo y los capitalistas me llevaban en volandas por la calle Alcalá de Madrid y una muchedumbre se agolpaba para quitarme los alamares del traje. Lo estoy viendo. Créanme. Manolo, mañana firmamos para las ferias de Pamplona, Logroño, Bilbao y Almería. 





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