En estos tiempos de cambio del coronavirus, una de las características que reflejan todos los indicadores es el del aumento de la lectura. La gente sale menos, tiene más tiempo para aburrirse y lo compensa leyendo.
Supongo que también la pandemia ha traído nuevos hábitos, pero lo que aquí me interesa es el fenómeno lector, aunque no me consta que sea exclusivamente del libro tradicional, con esa fascinación por el papel impreso, el tacto de la substancia en sí misma y hasta al olor y la textura que da el haber salido de una imprenta.
Claro está que el libro en este soporte posee otras ventajas, además de las descritas, pues suele tener una edición más cuidada y hasta nos hace compañía física como si fuese una mascota intelectual, en vez de un objeto inanimado.
Por su parte, el libro digital, pese a sus dificultades de lectura, tiene una facilidad que a muchos les compensa: el poder viajar con un solo volumen y llevar en él toda una biblioteca, cosa imposible de hacer con su rival impreso. Además, tiene otras propiedades nada desdeñables: desde la elección del tipo y cuerpo de letra, hasta la comodidad de desentrañar el significado de las palabras con un simple clic sobre ellas, sin necesidad de acudir a cada rato al correspondiente tomo de un diccionario.
Pero no quería aquí hacer una competición entre los dos tipos de soporte lector, porque cada cual tiene sus legítimas preferencias y no van a cambiar por el diagnóstico que haga este artículo. Mi observación agradecida es la del aumento de la lectura sea cual fuere el sostén que la sustente. Mientras continuemos leyendo, todo será más llevadero y la posibilidad de mejorar las cosas no dejará de seguir acompañándonos.
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