Vivimos en el reino de lo subjetivo, en el que ya no quedan puntos de referencia, como podría ser la propia ley, de obligado cumplimiento para todos los ciudadanos.
En los últimos tiempos se ponen en cuestión las normas y se enfatiza que la valoración popular de las conductas debe primar sobre leyes y tribunales, sin quedar claro qué es esa voluntad popular ni donde emana, ya sea, por ejemplo, de los arbitrarios e ilegales decretos del Parlament de Catalunya o los últimos titulares de los medios de comunicación.O sea, que no importa la ley y ni siquiera su modificación por los cauces jurídicos adecuados, sino la denominada valoración social.
Ése es uno de los muchos argumentos que se han sumado para la, por otra parte, necesaria renovación del Consejo General del Poder Judicial: su falta de sintonía con los valores de la sociedad actual.
Según ese silogismo, si a la sociedad le pareciese bien el asesinato en determinadas circunstancias, éste debería quedar despenalizado. O la pederastia. O la sedición. O lo que quien se atribuya la voluntad popular quiera imponernos. Todo empezó con la presunción de inocencia de determinados delitos, que pasó a serlo de culpabilidad, invirtiéndose así la carga de la prueba y ha acabado por poner en cuestión las decisiones judiciales y con ellas todo el entramado institucional, con la división de poderes incluida.
Llevamos, pues, un ignominioso camino en el que cumplir la ley sea considerado, más que un mérito ciudadano, una necedad de aquel panoli que se someta a ella.
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