La gente salía de sus madrigueras una vez al día, los más afortunados dos veces, si disponían de perro, aunque fuese un mero chihuahua. Caminaban como autómatas. El infinito era la siguiente calle, desierta. Habían desaparecido el corazón y los pulmones de la ciudad. Sólo quedaba un esqueleto de hormigón, cristal y asfalto. Más adelante se sumarían al silencio otros animales salvajes venidos de las montañas y los bosques: jabalíes, cabras, zorros plateados. Se cobraban varios siglos de desventaja con respecto al sapiens. Ahora, ellos eran los nuevos amos de la Tierra.
Antes de vencerse la noche, los humanos salían de sus cavernas para aplaudir desde los balcones a una hora convenida. Se miraban unos a otros desde la distancia. Cantaban. Reían. Algunos empleaban instrumentos musicales. Otros celebraban el extraño jolgorio bailando, sembrando esperanza entre los más desorientados. Al rato regresaban todos a las cuevas y, de nuevo, la noche destilaba un silencio líquido, interrumpido ocasionalmente por veloces camiones de basura que huían de la peste. Los ojos pavorosos y centelleantes de los animales salvajes se confundían a veces con luciérnagas en mitad de una selva amazónica.
Dentro, los humanos conectaban con la realidad a través de dispositivos electrónicos y pantallas. Aunque lo que escuchaban y veían fuera no presagiaba nada bueno. De modo que muchos apagaron y quedaron fuera de cobertura. Jugarían entre ellos como divertidos cachorros lactantes.
Al cabo de tres meses la gente fue saliendo poco a poco. Escalonadamente. Era la nueva normalidad. Iban a perder la blancura de sus pieles, tan trabajadas durante ese tiempo, y la feble condición de sus cuerpos flácidos, curtidos en generosas manducas. Recobrarían el movimiento, que se demuestra andando. Y anduvieron. Y corrieron hasta el infinito, que ahora era la siguiente frontera designada por un líder supremo cualquiera cuya voz engolada producía lemas para la supervivencia: aprenderemos de ésta, saldremos más fuertes, etcétera. El desconcierto y la incertidumbre caerían como pesados fardos sobre la humanidad entera, enmascarada y distante, mientras miles de científicos de todos los rincones elaboraban febrilmente día y noche sus antídotos. Cuando crearon las vacunas, prematura, sorprendentemente, nadie les aplaudiría a las ocho de la tarde ni les escribirían panegíricos en los periódicos. La ciencia y la investigación constituían una especie de derecho fundamental, pero en países como el nuestro seguíamos pensando, pese a la pandemia: que investiguen otros. Entre tanto, millones de personas devoraban por las noches en la televisión algo llamado ‘La isla de las tentaciones’.
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