Nunca en las últimas décadas la imagen de España en el exterior —sobre todo en los países vecinos— había estado tan deteriorada como ahora. Y eso que los extranjeros siempre han tenido mejor opinión de nosotros que nosotros mismos. Para ejemplo basta un botón: la famosa canción Que viva España, en vez de estar compuesta por un español es obra de los flamencos Caerts y Rozenstraten.
Pero ahora el caso es distinto: no se trata de que exhibamos ningún complejo de inferioridad, como veníamos haciéndolo, sino la existencia de un intento deliberado de autodestrucción por parte de algunos compatriotas. Para tener esta mala imagen actual no hacía falta, sin embargo, semejante ayuda; para eso nos bastaba con los datos económicos de la pandemia: somos el país del eurogrupo con más caída del PIB, mayores cifras de deuda y más alta tasa de desempleo.
Aun así, esas estadísticas negativas no son algo buscado, sino el resultado de unas malas políticas económicas. Lo que sí se busca desde el interior de España es poner en solfa nuestras instituciones democráticas, empezando por la forma de Estado recogida en nuestra Constitución. ¿Qué retrato ofrece un país que ni siquiera sabe qué es o adónde quiere ir?
El ejemplo más clamoroso de esta negatividad lo hemos tenido en el Parlamento Europeo, con la votación sobre el aforamiento de Puigdemont. Para estupor de sus colegas de otras naciones, eurodiputados españoles, nacionalistas e izquierdistas, se han manifestado contra la independencia e imparcialidad de los jueces de su propio país.
Con este desmoronamiento económico, político y de valores, no es extraño que los extranjeros que tanto nos han admirado estén ya con la mosca tras la oreja sobre cuál es nuestra realidad actual.
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