Morir (ya sea dignamente o no) no es ningún derecho, por mucho que nos pese, sino un simple imperativo biológico inevitable.
De ahí la desquiciada controversia sobre la Ley de Eutanasia que, como todos los conflictos ideológicos, va mucho más allá de los meros planteamientos técnicos y jurídicos de cómo conseguir una muerte digna y con qué garantías para evitar que se haga contra la voluntad expresa del interesado.
Eso, y solamente eso, es lo que plantea la ley, que no obliga a nadie a hacer uso de ella. Más allá de las lógicas y vibrantes discusiones ideológicas y morales, no es de recibo afirmar que el derecho (sic) a una muerte digna no goce de un amplio consenso social.
Ya en el lejano 2004 sendas películas defensoras de la eutanasia recibieron dos premios Oscar consecutivos: Mar adentro, de Amenábar, y Million Dollar Baby, de Clint Eastwood, lo que anecdóticamente refleja el interés social partidario sobre este tema.
Por ese presunto respaldo social que le atribuyo, no creo que esta ley fuese derogada en el hipotético caso de que tuviesen posibilidad de hacerlo PP y Vox, tal como han prometido. Las leyes que responden a necesidades sociales perviven más allá de sus detractores. Pensemos, si no, en la veterana Ley del Divorcio que tanta polémica suscitó en su día. Resulta que, al final, han sido muchos de sus más mortales enemigos quienes han acabado haciendo más uso de ella.
Así que pensemos que la Ley de la Eutanasia ha venido para quedarse y que resolverá un problema real que hasta ahora no había desaparecido por mucho que hayamos querido mirar hacia otro lado.
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