Confusión y desbarajuste se llevan bien. Unamuno diría que es la parte convexa y la parte cóncava del mismo problema: baja calidad de nuestra clase dirigente, enferma de sectarismo.
Véase la posición del Gobierno frente a las dudas del PP respecto a la conveniencia de cancelar el estado de alarma cuando toca, el 9 de mayo, seis meses después de decretarse. En modo conminativo dice Sánchez que si el PP quiere prorrogarlo debe atreverse a pedirlo en el Congreso y desdecirse de sus vetos anteriores, incluso a las prórrogas.
El Gobierno se acoge a un razonamiento partidista condicionado por la proximidad de las elecciones madrileñas del 4 de mayo, sin plantearlo en el terreno de la conveniencia o la inconveniencia de prolongar los recortes de derechos y libertades por razones de salud pública.
Importan más los votos que las vacunas, y más la lucha por el poder que la unificación de criterios orientada al objetivo común de acabar con la pesadilla. Esa patología también afecta a quienes se colocan al otro lado de la barricada. En ese caso, el PP, a juzgar por su réplica a las acusaciones de Sánchez, cuando dice públicamente que desconfía de datos facilitados por la Comunidad de Madrid sobre contagios. En vez de acreditar la veracidad de dichos datos, Isabel Díaz Ayuso responde “Cree el ladrón que todos son de su condición”.
Pero poco nuevo y útil sobre el retorno a la normalidad anunciado por Moncloa para el 9 de mayo. Lo único claro es algo parecido al vértigo de las Comunidades Autónomas enfrentadas a lo desconocido en pleno azote pandémico.
Lo desconocido viene tras la cancelación de la estrategia común en forma de soporte jurídico de las administraciones territoriales. O sea, el adiós al toque de queda, los cierres perimetrales y la limitación de aforos en las relaciones interpersonales, que eran medidas dictadas desde el poder central con el correspondiente respaldo parlamentario.
La alternativa teórica que se ofrece en este retorno al normal funcionamiento de un Estado descentralizado sería que las autonomías mantengan las restricciones de derechos fundamentales si lo creen conveniente. Pero sólo con una autorización judicial previa ¿Se imaginan la que se puede liar si, en función del contexto socio-sanitario de las distintos territorios, los tribunales superiores de las Comunidades empiezan a dictar sentencias reñidas entre sí?
La solución sería la elaboración preventiva a de unas normas comunes, aunque ya no en sede política como hasta ahora (estados de alarma) , sino en sede judicial, que sigue siendo una reserva de rigor todavía no contaminada por la confusión hermanada con el desbarajuste creados por nuestra banalizada clase política.
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