¿Y si todos los españoles somos fascistas y no nos hemos enterado aún? Tildamos de ‘fascista’ a todo aquel que vote a un partido distinto al que votamos; nos parece fascista el que elige a un político diferente a nuestro preferido o al que opina desigual. El fascista es siempre el otro. Y lo aderezamos con sal y vinagre.
Siendo profesor de la cosa, debo enseñar a mis alumnos lo que fue el fascismo del siglo XX, el que inventó Mussolini, y adaptaron Hitler y Franco. Y lo enmarco en el Totalitarismo junto a sus primo-hermanos Stalin o Mao, tal y como Popper y Arendt vieron con rigor.
El totalitarismo, y el fascismo como una de sus variantes, es sencillamente una dictadura con una idea que la ilumina, la idea que sea, porque podría ser una buenísima e incluso justa. De hecho, para los fascistas sus ideas son las mejores. Ideas unidas al fascismo han sido la sociedad sin clases con igualdad real, la pureza de la raza, la sociedad católica, el estado neoimperial o la sociedad obrera nueva renacida.
Lo importante del totalitarismo es que la idea se encarna a través del Estado y se impone en la sociedad. ¿Y las personas? No importan porque se funden en la identidad colectiva, queriendo o sin querer.
La identidad no deja lugar a la privacidad, a la libertad, te persigue hasta tu conciencia, como mostró magistralmente la película ‘Los Otros’.
Ese monopolio aplastante de la idea totalitaria se exhibe por las calles con símbolos que recuerdan que éstas son solo de los fascistas. No hay espacio público porque no hay libertad.
Durante demasiados años, familiares de policías y guardias civiles vivieron escondidos de sus vecinos en el País Vasco; como Ana Frank pero por la calle, en las tiendas y colegios. El fascismo lo hemos visto luego en las calles de una Cataluña inundada de lazos amarillos donde se insultaba a todo aquel que mostraba su libertad de forma diferente.
También llegó a las universidades el insultar y boicotear a visitantes no deseados, como fue aquella charla de Rosa Díez, cuando el ‘vicehuido’ era solo un profesor mal pagado.
El fascismo se ha vuelto hoy simpático en las redes sociales gracias a la cacareada identidad. La identidad ha pasado hoy a ser un ‘hachtag trending topic’, una idea con barniz pseudocientífico que sirve lo mismo para First Dates que para insultar y apedrear a alguien que no pertenece a tu identidad.
Que no vaya VOX a tocarle la identidad a Vallecas porque la liamos. “Fuera fascistas de nuestros barrios”, rezaba una pancarta en este barrio de Madrid. Este es el fascismo tribal, el de los ‘hooligans’, el de los Hutus y los Tutsis, el de los paletos macarras de pueblo que apedrean a los que vienen del pueblo de al lado a robarles sus novias. El fascismo de la ignorancia y la ausencia de pensamiento.
Tan triste ha sido la violencia que ocurrió en este bario de Madrid con ocasión de un mitin de VOX como los argumentos usados para justificarla. “Abascal fue a provocar”, frase desoladora. “Es que iba provocando”, se usaba hace años para ‘comprender’ una agresión sexual. Provocaban también los judios, los familiares de los guardias civiles en el País Vasco o los burgueses que con traje y gafas se las veían con Pol Pot.
En democracia no hay identidad colectiva que valga más que cualquier persona con sus derechos. Y tanto derecho tiene Abascal a ejercer su libertad de expresión en Vallecas como Pablo Iglesias de hacer lo mismo en la Moraleda. Este es uno de los requisitos vitales de la democracia. Solo la ley lo puede impedir.
Quien crea y defienda la democracia tiene que defender con convicción la libertad del que piensa distinto, por muy mal que te caiga. Yo he escrito varias veces que Abascal e Iglesias son dos caras de la misma moneda, una moneda populista nociva para nuestra democracia. Preferiría que se jubilaran de la política. Pocos días antes, Iglesias hizo en Coslada, algo parecido a lo que hizo Abascal al bajarse del atril en Vallecas, se encaró con otros dos jóvenes fascistas que lo insultaban.
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