Hubo un tiempo en el que las calles de mi vida exhalaban aromas de lilas y celindos, llegados los mayos. Calendas de la primavera que siempre solían ser generosas y poblaban los aleros del alma con bandadas de andarinas que tras su periodo migratorio volvían a mi corazón para colmar su soledad de lealtad y fidelidad. Pero a pesar de que desde hace algunos años los expertos observadores anuncian que su retorno del invierno se adelanta un par de semanas, en las latitudes que habito aún no despiertan los amaneceres los pentagramas de notas palpitantes que tan cercanas me fueron otros años por estas fechas. Hubo un tiempo, a partir de abril o mayo, en el que las calles de mi vida se cubrían con vertiginosas estelas de los casi imperceptibles y anárquicos vuelos de las golondrinas retornadas con el trofeo de haber sobrevivido los peligrosos desiertos y mares, las mismas que pregonan la llegada de la estación meteorológica que nos acoge. Esas artesanas de pico, barro y paja que dejaron el pasado otoño graneros, establos aledaños y techumbres abiertas sembrados de nidos similares a medias soperas. Volverán?.
Los agricultores, gentes a las que primeramente afecta su ausencia porque ayudan a mantener cuidados los campos gracias a su labor insecticida, lanzan ya la expresión de sus alarmas. Más adelante les llegará el turno de las lamentaciones a nuestros admirados y excelentes amigos, los poetas ingenuos que gustan de escribir elocuentes versos bucólicos cada vez que han de probar a la amada la exquisitez de su sensibilidad. A todos puede alcanzarnos, en fin, la congoja, pues la ausencia supone un grave trastorno general, cuyas consecuencias son difíciles de prever. Hubo un tiempo, a partir de abril o mayo, en el que esos turbulentos mensajeros de alegría irrumpían gozosos cada año en nuestro entorno como heraldos de la primavera gloriosa.
Sin despreciar su evidente utilidad eliminatoria de parásitos en la tierra y en las plantas, mi interés apunta a su meritísimo poder de evocaciones sentimentales, pues –además del momento, ahora, en el que el macho deberá cortejar a la hembra- si con las golondrinas llegan renacimientos y esperanzas, su disciplinada emigración, con los primeros cierzos y “aíres de arriba” del otoño, anuncia la muerte de dulces amores estivales florecidos en noches de ensueño. Y, tal vez, los tiernos corazones iniciados en las sentidas composiciones del atormentado vate sevillano, Gustavo Adolfo Bécquer, se estremecerán como un servidor con la lamentable noticia, cuando sepan que aquellas golondrinas añorantes acaso hayan decidido no volver, como acaso tampoco vuelvan las inquietudes inolvidables de aquellas almas encontradas.
Aunque no son una especie amenazada, las golondrinas han mermado en el Viejo Continente, durante las últimas décadas, en más de un treinta y cinco por ciento, en tanto que en España se ha registrado una disminución superior al treinta por ciento, según SEO/BirdLife. Esta organización apunta como causas de la despoblación el abandono por el ser humano de las zonas rurales a favor de las urbanas, el uso indiscriminado de insecticidas, la reducción de zonas de nidificación y la eliminación de sus nidos por nuestras ingratas manos, amén del cambio climático y acaso otras motivaciones.
Pesimista panorama: la ausencia de golondrinas como trágico anuncio de desastres, las campiñas mudas sin el piar canoro de los pájaros, las umbrías más hostiles con los magnos silencios.. Lógicamente, tras las golondrinas se irán las aves todas, dado que en la atmosfera se ha difundido el pánico con el tráfico espacial y el aíre se ha vuelto inhospitalario hasta para las altivas águilas que nunca temieron las agresiones humanas. Diferentes publicaciones y medios de comunicación se hacen eco de este fenómeno, acerca del cual he consultado a un veterano campesino de mi pueblo, quien no ha dudado en responder que todo obedece a la ocupación masiva del espacio por aeronaves y toda clase de artefactos que representan monstruosos seres para las inocentes golondrinas. Hasta ahora, el dolor del espacio tenía concreción limitada en las garras de fieras plumeadas que podían sortearse abandonando sus parajes habituales o rehuyendo los peligrosos encuentros. Pero hoy es un ser fantástico, un dragón monstruoso superior a las aves más temibles. ¿Se habrán enterado las golondrinas de que esos pajarracos metálicos van tripulados por hombres?. Dirán ellas que la presencia humana es más perniciosa que la de la rapacidad más cruel.
Cada vez que veamos o supongamos un ser humano en el espacio, ya podemos llorar, devotos del Bécquer divino, la marcha definitiva de las pobres, de las oscuras golondrinas. Huérfano de la ignota melodía que debería acompañar sus vacíos nidos, no ceso de preguntarme si volverán o prolongarán su migración.
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