En política, como en la vida, no todo vale. Hay realidades que deberían estar fuera de ideologías y de enfrentamientos espurios. Utilizar desgracias ajenas o abusos de poder de terceros para enfrentarnos, en vez de mostrar unidad y firmeza en la defensa de nuestra integridad territorial o en salvar a un niño que se está ahogando, es lo que nos debería calificar como personas, primero, y como representantes públicos, después.
La pasada semana se sucedieron unos hechos insólitos: la llegada de inmigrantes con tal intensidad a Ceuta que tenía que responder a una explicación más allá de la desgraciadamente habitual. Y lo que es inaudito es que el posible motivo sea un chantaje o una amenaza de un país vecino.
Ante ello, unidad y fortaleza como país, porque la integridad territorial de España no debe servir como oportunidad para debilitarnos. Eso sería lo contrario a ser patriota.
Es necesario un gobierno diligente y fortaleza para exigir a Europa los recursos necesarios en la defensa de nuestras fronteras, que son las de la UE. Una respuesta que debe ser contundente, basada en la aplicación de los convenios internacionales y las normativas, y usando la diplomacia, que en no pocas ocasiones brilla por su ausencia.
Por otra parte, hemos asistido a un drama humano que está por encima de las proclamas ideológicas. ¿Qué clase de gobernantes son aquellos que juegan con la penosa situación social o económica y animan a miles de personas, incluyendo niños y bebés, a lanzarse al agua para originar un conflicto? ¿Y qué clase de personas son aquellas que no son capaces de ver el drama humano que hay detrás de quienes arriesgan su propia vida o la de sus hijos y se arrojan a la incertidumbre en busca de una esperanza? El problema, ciertamente, está en el origen, donde se deben aplicar las soluciones. Pero después de esto, salvar vidas en riesgo de ahogarse no es una cuestión de ideología, es meramente humanidad y solidaridad.
La cuestión más delicada es, por supuesto, el caso de niños no acompañados de sus familias que llegan a nuestras costas. Ya sean de 8 o de 17 años, siguen siendo menores tal como define nuestra legislación.
¡Claro que todos pensamos que como mejor está un niño es con sus padres! Pero si los padres no lo localizan, o no hay voluntad por parte del menor ni de los progenitores, se convierte entonces en una responsabilidad y un compromiso internacional en materia de protección de la infancia. Y ni Europa, ni España, ni Andalucía pueden no atender ese compromiso con los menores, que independientemente de su origen son niños o adolescentes desprotegidos.
Démonos cuenta de la gravedad de la situación y no hagamos propaganda populista. La recogida de trece menores, a lo que nos obligan nuestras propias normas y las internacionales, no debe poner en peligro la estabilidad de ocho millones y medio de andaluces. Y menos en un momento en que lo urgente es administrar vacunas, recuperar la economía y ser útiles a los andaluces para superar esta pandemia. Quien esté poniendo en la balanza trece frente a ocho millones y medio debería hacérselo mirar, porque más allá del propio interés, es injustificable lo que no se puede justificar.
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