La posibilidad de que el Gobierno conceda el indulto a los políticos catalanes en prisión como consecuencia del “procés” está suscitando un duro debate sobre la conveniencia o no de esta decisión. Una encendida polémica atizada, además, por el clima de polarización que vive nuestra política y por la postura expresada por el Tribunal Supremo, contrario a la concesión.
El indulto es una figura que forma parte de nuestro ordenamiento jurídico, regulada por una ley decimonónica, y que es aplicada también en otras democracias. Pero es una medida discutible. Entre los especialistas en Derecho Penal y Constitucional hay discrepancias sobre si debe ser suprimida, actualizada o mantenida en sus límites actuales. Particularmente creo que, como poco, debe ser reformada. Porque consagra una intromisión del poder ejecutivo en el judicial que trastoca la separación de poderes, porque es una reminiscencia de épocas predemocráticas y porque es una medida de gracia que, por su propia esencia, no está sometida a los estrictos procedimientos por los que se rige el proceso penal que condena a quien eventualmente será indultado.
Pero todo es discutible. Y la discusión sobre el indulto, como sobre la inviolabilidad del rey o el masivo aforamiento de cargos públicos, otras anacrónicas figuras heredadas del pasado, debería producirse en el Congreso de los Diputados, al margen de coyunturas concretas y con profundidad y sosiego, algo que no nos hace ser muy optimistas. Y quienes se rasgan las vestiduras con este concreto indulto deberían reconocer que la nómina de indultadores e indultados en el último medio siglo democrático es tan amplia y variada que no es difícil encontrar en cualquier nuevo perdón precedentes o semejanzas.
De momento, si el Gobierno toma finalmente esta decisión, por espinosa que sea, actuará conforme a la legalidad vigente. Y cualquier exagerada acusación de traición o de complicidad con el delito y con el delincuente a indultar es impropia de responsables políticos sensatos. Solo el tiempo determinará si el noble fin expresado, el de restablecer la concordia, la confianza y el diálogo dinamitados, justifica el medio empleado. La contraparte no lo está poniendo fácil, desde luego, cuando entre sus filas resuena un “lo volveremos a hacer”. Y si el arrepentimiento no es condición imprescindible para recibir el perdón, al menos debería ser exigible por parte de quien concede la gracia el compromiso de no reincidir por parte del perdonado. Sería lo mínimo.
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