Se levanta temprano, inquieta más de lo habitual, pero realiza su ritual diario; toma a su bebé de apenas dos meses, quien llorisquea tímidamente mientras retuerce levemente su cabecita en busca del pecho materno para tomar su dosis matutina; un pecho, un descanso para expulsar gases, y un segundo, mientras se queda dormidito entre sus brazos. Al poco le viste delicadamente con una muda limpia que le abrigue ante cualquier contratiempo meteorológico, y se lo engancha como puede a sí misma para comenzar su aventura de hoy,
pues cada día es una nueva oportunidad para vivir, ansiando el día en el que no preocuparse por sobrevivir.
Este pudo ser cualquier día de nuestros antepasados paleolíticos, hace 2 millones de años, cuando éramos nómadas y nos protegíamos en cuevas, de aquí para allá en busca de alimento, como las aves migran buscando el clima más propicio, y que ayudó a la pervivencia de la especie. Pero ese episodio también pudo ocurrir en marruecos la pasada semana, con aquella madre desesperada a las puertas de alcanzar en Ceuta un futuro de vida para su bebé mal amarrado a su cuerpo y que, afortunadamente, pudo rescatar el guardia civil Juanfran, evitando su muerte en la playa de Tarajal.
Este drama debería dar vergüenza a quien juega con otras vidas desde su posición privilegiada de rey, a quienes vemos casi como espectadores de otra plataforma audiovisual las desgracias ajenas, vergüenza de una Europa gélida ante tan magno desafío y unos EEUU interesadamente complacientes con Marruecos, y, por supuesto, vergüenza a quienes se ensañan con estos seres humanos no queriendo prestarles socorro, apaleando en redes sociales a quienes sí muestran humanidad, y no admitiendo la acogida de menores no acompañados. La misma vergüenza que debería darle a Moreno Bonilla de continuar en la poltrona con el apoyo de una formación que está al margen de cualquier atisbo de solidaridad y empatía con los más necesitados.
Urge poner sobre la mesa remedios de verdad, con respuestas a los problemas que azotan a los pueblos que prefieren dejarlo todo, a sabiendas de que pueden llegar a morir, porque, como dice el Papa Francisco, “los muros no son la solución”, ya sean físicos como las vallas, o de odio desbocado, impropios todos de un ser al que se le presupone racionalidad y sentimientos.
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