El juego

El juego

Juan Manuel Gil
21:30 • 17 ene. 2012
Lo despertó en mitad de la noche y le preguntó la hora exacta. Era un juego estúpido que siempre consistía en lo mismo. Ella lo despertaba y le pedía que adivinara algo. Entonces, él decía una cifra, un color, una idea o una fecha, y minutos después ya estaban durmiendo de nuevo. Le aproximó su boca a la nuca y preguntó en voz baja si era capaz de decir la hora exacta. No te gires, no mires el despertador, no te lo pienses mucho. Él no tenía ni idea de por qué hacía eso. Al principio, cuando empezaron a dormir juntos con cierta regularidad, curioseó un par de veces y sacó el tema, pero ella se hacía la despistada o, sencillamente, le restaba importancia con alguna burla. Esa noche, como tantas otras noches, al sentir que una pregunta volvía a cosquillearle en la nuca, permaneció con los ojos cerrados y buscó una respuesta al azar. Se había acostumbrado a no acertar nunca, así que dejaba escapar la respuesta como una burbuja, sin apenas mover los labios, para que ella, en cuanto la escuchara, se abrazara a él hasta caer en el sueño. Llegó a preguntar por la edad a la que le vino la menstruación, la nota de selectividad, los puntos de su única cicatriz, el sabor que le había venido a la boca, el dinero que había dejado sobre la mesa o la palabra en la que estaba pensando en ese momento, por poner algunos ejemplos. No te gires, no mires el despertador, no te lo pienses mucho. Y él contestó que eran las cinco y dos de la madrugada. Jamás habría sospechado que su respuesta iría seguida de una nueva pregunta. ¿Estás seguro? Porque los juegos estúpidos flotan en la misma charca que los mínimos desastres; esos que crujen sin escándalos ni grandes hemorragias. Sí, digo que son las cinco y dos. Entonces ya no hay vuelta atrás. Porque las reglas de los juegos están para que sean asumidas y cumplidas. Por muy gilipollas y poético que sea el invento. Y si coincide la respuesta con la hora que el despertador escupe sobre la mesilla, coincide. Y si se determinó que esa coincidencia, en su ridícula simbología de juego poético, iba a significar que él ya no la quiere, pues no la quiere. Así que ella le hizo la última pregunta. ¿Es que ya no me quieres? Y él le contestó.






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