Rafael Torres
22:40 • 17 ene. 2012
Un obituario no es el marco ideal para un perfil. Mucho menos para un retrato de frente. Muchísimo menos para el de Manuel Fraga, que hoy vuelve a la tierra frente al mar de Perbes.
Un obituario es una pieza para el sentimiento, no para la memoria ponderada, pero tampoco la memoria ponderada sabría muy bien qué hacer con ese Fraga que se escapa del marco por su constitucional, o genética, demasía. Para conocer al político que se ha ido, lo mejor es acudir a su biografía política, y la de Fraga es la que es, aquella de la que, por cierto, nunca quiso abjurar ni desdecirse. Tampoco habría podido.
Manuel Fraga, a quien el que esto escribe trató bastante en la década de los 80 del pasado siglo por imperativos de la profesión, fue, lisa y llanamente, un reformista del franquismo.
Es decir, un franquista que creyó en la supervivencia de aquél régimen, o cuando menos de sus rasgos más esenciales y profundos, más allá de la muerte del tirano.
De hecho, era el que mejor situado y más capacitado estaba para gobernar hacia el futuro aquella sombría y descangallada nave, que hasta volvió de Londres con bombín para mostrar lo europeo que se había vuelto, pero otro franquista más jovial, o sea, menos franquista pese a su perturbador cargo de Ministro Secretario General del Movimiento, Suárez, le ganó por la mano.
La sangrienta represión de los trabajadores de Vitoria, que le pilló de viaje por Alemania pero ostentado el cargo de Ministro de Gobernación, tampoco le ayudó a proyectar la nueva imagen que se había propuesto, sino antes al contrario.
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