Todos decidimos en nuestras vidas. Eso creemos y eso buscamos. Decidimos consciente e inconscientemente, de forma impulsiva o reflexiva.
Como la decisión parece brotar de nuestro cuerpo creemos que nos pertenece tanto como el pastel que hemos elegido en la confitería y la mano que lo sujeta. Una forma de decidir es elegir o rechazar, o hablar o estarse callado. ¿Aztrazéneca o Pfeizer? Menuda angustia.
Como decidimos de continuo creemos por ello que somos libres. Los yonkis deciden dónde van a pillar. Los asesinos en serie eligen a sus víctimas o los jugadores de bingo compulsivos eligen el cartón, ahora online.
Creemos que somos libres cuando decidimos pero quizás no sea así en realidad. En esto confían para manipularnos los expertos en márketing, los de comunicación y en política, que bien pudieran ser los tres en uno, como Iván Redondo. Pedro Sánchez lo eligió a él. Decidió. Muchísimas veces no decidimos porque no podemos. No decidimos tener una alergia, el coche con el que vamos a chocarnos, a nuestros padres ni el país donde nacemos. No elegimos nuestros genes, que no nos dejan elegir si nos quedaremos calvos o no. Aunque luego podamos decidir viajar a Turquía.
Hacerte adulto es decidir más veces, ir decidiendo tus hipotecas, tus errores y tus enemigos hasta que te encuentras delante del cura o del concejal preguntándote a ti mismo y en silencio qué, cómo y cuándo decidiste casarte o te dejaste decidir. A partir de ahí decidirás menos.
Podemos decidir sobre las cosas de nuestras vidas pero yo no puedo entrar en el cuarto de baño del vecino y decidir sobre la suavidad de su ojete y que su papel higiénico sea de triple capa. Sería muy violento. El vecino no se molestará si pongo macetas en mi balcón pero ya será otra cosa si las riego sobre su cabeza -más aún si es el mismo de antes recién llegado de Turquía-. En estos casos no podemos decidir porque no debemos hacerlo.
La democracia es un sistema o forma de Estado que respeta y protege la capacidad de decisión de cada uno de nosotros en nuestras vidas. Pero en democracia el Estado también limita mediante leyes nuestras decisiones para proteger un amplio ámbito de decisión de los demás, que son sus derechos. No nos deja por ejemplo, robar un banco o tirar a un profesor por la ventana. Si decidimos hacerlo, el Estado nos apartará del resto de la sociedad por haber decidido más de la cuenta.
Su comunidad de vecinos no puede decidir dejar de pagar los impuestos municipales; ni mi vecino puede decidir instalarse a vivir en el ascensor. Y ahora que comienza la playa los pijos no pueden decidir que se cierre el Cabo para los horteras que oyen reggetón sin auriculares.
Si hasta ahora ha entendido lo escrito en este aburrido artículo sobre calvos, casamientos y esfínteres, entenderá también que no existe “el derecho a decidir del pueblo catalán”.
Esta frase es una de las insistentes falsedades que durante años hemos oído como una condena en los medios de comunicación. Cuesta creer que esa misma letanía sin sentido vuelva ahora después de aquel delirio colectivo que fue el 1-O, con el meme de la decepcionada chica Puchi. Ya la estamos oyendo estos días: “Allanar el camino”, “escenifican el deshielo”, “diálogo”, “hacer política”, “referéndum pactado”, “solucionar el conflicto”, “judicializar la política”, “unilateralidad”...¡unilateralidad los cojones!, los de Junqueras y Puigdemont, que quisieron por sus gónadas decidir quitarnos nuestro derecho a decidir sobre el país y la Constitución que heredamos de nuestros padres y abuelos, la que ellos y ellas decidieron en 1978. He enseñado a mis alumnos que nada ni nadie ‘manda’ más que la Constitución, ni el Rey ni el Gobierno ni el pueblo español. Sánchez ha decidido el indulto de esta gente. Bien, nada que reprochar si puede legalmente. ‘Entre pillos anda el juego’, qué gran película. Ya decidiremos los ciudadanos según la cartelera.
Los catalanes no tienen ningún derecho a decidir sobre una parte de España, porque no es “suya” de la misma forma que los almerienses no podemos decidir si recuperamos o no el reino de Almería de hace más de mil años. “Derecho a decidir” de los ciudadanos de Cataluña o de Móstoles es una frase sin sentido, vacía de contenido. Tan absurda como si yo digo que tengo “derecho a decidir si me toca la lotería”. Pero si una frase absurda se toma en serio por mucha gente se vuelve peligrosa. A partir de ahora depende de usted, usted sí que podrá decidir si comprende o no esta modesta columna. ¿O no?
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