No sé si ustedes tienen la misma sensación que yo: la de un creciente desánimo de la ciudadanía ante las tropelías y los desaguisados del actual Gobierno. Es decir, una especie de fatalismo en considerarlas inevitables y que, en consecuencia, cada vez serán más abundantes y crecientes.
El ejemplo más reciente podría ser la manifestación de la Plaza de Colón, que ni convocó a tantos participantes como los deseados ni evidenció una unión de intereses ante los indultos de los golpistas del 1 de Octubre.
Hay, digo, el sentimiento de que nada puede oponerse a la máquina de destrucción gubernamental, en la que los contrapesos de los poderes legislativo y judicial son casi inexistentes.
Eso sucede en todos los ámbitos políticos, desde la situación de Cataluña, hasta la inacción ante Marruecos, capaz cualquier día de avasallarnos no sólo en Ceuta y Melilla sino hasta en las islas Canarias. Podríamos traspasar esa desmoralización a la economía cotidiana, con subidas de precios espectaculares, como la de la luz, hasta retrasos en subvenciones para paliar la situación de parados, de autónomos y otros afectados por la pandemia.
Se argüirá que para mostrar la oposición ya están las elecciones, como las habidas hace bien poco en Madrid, aunque estamos hablando de votaciones regionales y no de comicios generales que son los únicos que pueden dar un vuelco a la situación del país.
De ahí la impotencia y el fatalismo de quienes no están de acuerdo con la deriva política actual, que no son pocos, y que tampoco hallan muchas veces unas siglas por las que se sientan representados.
Pero hablaba también de esperanza, porque si no la tenemos perderemos también la posibilidad de ir a mejor, aunque parezca que cueste una eternidad. Como dice el dicho, la esperanza es lo último que se pierde.
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