El Estado que nada hizo por ella, que permaneció impávido, ciego, mudo y sordo durante los 25 años que duró su calvario, podría ahora, para rematarla, sepultarla en vida. Tal es la pena, cadena perpetua, que podría recaer, según las leyes de Francia, sobre la mujer que no encontró otro modo de salvar su vida, y la de sus tres hijos, que descerrajando un tiro al tipo que se la había amargado, destruido, desde niña. No encontró otro modo porque no lo había.
En estos días se juzga a Valérie Bacot por matar a su marido, y la presidenta del tribunal le ha preguntado si no encontró otra solución para zafarse de su verdugo: “No lo sé, la sigo buscando todavía”. Podría seguir buscándola eternamente aún después del acto que, para mayor ultraje a su persona, la ha convertido en homicida, que no la encontraría.
Violada cada noche desde los 12 años por el que entonces era su padrastro y más tarde, a la fuerza, el marido que la dejó embarazada a los 17, golpeada sistemáticamente, obligada por él a ejercer la prostitución en las áreas de servicio de las autopistas, llegó un día en que no pudo más, que no pudo seguir muriéndose más, y respondió a la última paliza con lo primero que halló a mano, precisamente esa pistola cuyo tacto frío había sentido tantas veces en la nuca.
La sociedad francesa se ha escandalizado al conocer con detalle el relato de los horrores vividos por Valérie, pero más aún si cabe por el brutal desamparo al que el Estado, los servicios públicos, la Justicia, la policía, la propia sociedad en suma, la condenaron desde chica.
Vivió en pueblos pequeños, donde todo el mundo se conoce, y solo en una ocasión alguien denunció al monstruo que violaba cada día a la niña. Se le condenó entonces a dos años de cárcel, pero esa trivial amonestación no sirvió sino para que al salir de prisión volviera a ella para seguir matándola, y con mayor ensañamiento, de nuevo.
Escandalizada en parte de sí misma, la sociedad francesa ha cobrado conciencia, con este juicio a la desventurada homicida, de su dejación frente al feminicidio en todas sus formas, pero, sobre todo, ante el inframundo de las sevicias a los menores, no tan oculto como para no ser visto.
Casi un millón de firmas se llevan ya recogidas para que la Corte que juzga a esa inocente la absuelva ya o sobresea su caso, pues de no hacerlo así, no habría banquillo lo suficientemente grande para sentar en él a todos los verdaderos culpables.
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