Días atrás conocí por medio de un espontáneo homenaje de amigos y compañeros el imprevisto fallecimiento de Iván Guzmán, uno de los más veteranos relaciones públicas de la noche andaluza. De origen dominicano, el malogrado tipo, sonrisa, amabilidad y generosidad personificadas, contaba varias décadas de experiencia y por donde quiera que anduvo apenas encontró resistencia a la oferta de sus tickets promocionales de consumiciones en pubs y bares. Su clientela callejera oscilaba entre una amplia horquilla de edad, desde jóvenes y adolescentes a maduros volátiles en busca de rejuvenecedoras bocanadas de vida.
En una de estas dilatadas tardes de los primeros días del nato estío, antes del fatal desenlace de Iván, un considerable grupo de adolescentes féminas sucumbió a la propuesta del extinto profesional y accedió a un pub-terraza, donde pavoneaba otra no menos reducida pandilla de chicos que trataba de seguir el ritmo cambiante de los acordes programados por un disc jockey.
Los hábitos, costumbres y modos de interrelación entre ellas y ellos, o viceversa, llevó mi pensamiento a los hermosos primeros tiempos de tales menesteres por parte de precedentes generaciones, en las que me incluyo, cuando los caminos eran largos, la andadura inquieta y pausada, el verano fiel, y siempre había un lugar –predominantemente una terraza- de barrio o de pueblo en el que nunca faltaba la mirada alegre, plena de infinitas sorpresas, de una chica, en ocasiones algo familiar y a veces desconocida. En mi caso, el escenario del iniciático viaje casi siempre fue en el entorno rural –salvo aislados episodios en la arena de playa-, donde aún era posible hurtar el fragmento de una canción a un jilguero y percibir la brisa que nos regalaba notas desligadas de cosas y proyectos que uno imitaba o fabricaba en una apasionada búsqueda de la otra. ¡Qué hermosos tiempos!.
Cierto es que pese al predominio del gris, lastrado de finales de los sesenta, adentrados en los setenta, el verano era fiel cómplice y se ofrecía más liviano para romper el hielo en los establecimientos de los pueblos que en los masificados garitos urbanos, donde el control de la mayoría de edad era mucho más rígido. Los reencuentros en las terrazas del bar del pueblo –mención aparte merecen las historias de la playa- o en los pioneros salones de baile –aún no habían nacido, al menos en algunos lares, las populosas discotecas- solían ser más asequibles para aquella adolescencia juvenil que anhelaba como agua de mayo la llegada de estas fechas, cuando el tiempo era un tiempo de esperas y el horizonte un horizonte de esperanzas.
Como la esperanza incierta que alumbraba cada tarde o cada noche la timidez de cada uno de aquellos muchachos cuando se acercaba a la suerte de tentadero, donde quizás se buscaban las miradas sin encontrarse y entonces había que recurrir a la emotividad de la música y las letras de las eternas canciones de los irrepetibles intérpretes y bandas de aquel presumido paraíso de la época del desarrollismo de nuestro país. Aun cuando la casuística sobre aquellos instantes paradisiacos es infinita y peculiar, hay numerosas vivencias encorsetadas en un denominador común: La ausencia de expresividad individual, bien por timidez o por vergüenza, era suplida por la mensajería musical que cada uno seleccionaba y programaba, previa introducción de una moneda –entre 2,50 y 5 pesetas- en la imprescindible máquina de discos con que contaban los bares y ambigús.
Aquel bendito artefacto -aún se conserva en mi pueblo una de aquellas reliquias, creo que de la marca Petaco Festival,- encendía las pupilas verdes de dorada tristeza, negras de azabache y ocres como la tierra, por donde transitaban lunas y sueños.
Merced a tan preciada maquinaria –el tocadiscos o pickup aún no era un electrodoméstico al alcance de todos- algunos pudimos brindar bajo un rayo de sol con un sorbito de champán, bailar con “Abbey Road”, con “Hilo de seda” o con “La mano de Dios”, cantar “Al alba” o despedir al Ché con Carlos Puebla, y aprender que todo tiene su fin.
Pero también supimos que el primer amor no se olvida nunca, más aún cuando nace por medio de una comunicación de interior a interior, como la que establecía aquel prodigio musical con alma, el alma del verano.
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