Lo sorprendente no es que el acoso callejero a la mujer quede tipificado, con la nueva Ley de Libertad Sexual, como delito, sino que no lo estuviera aún. Que la mitad de la población española pueda ser impunemente abordada, acosada, ultrajada, intimidada e interpelada soezmente en la vía pública o en cualquier sitio por individuos cerriles solos o en manada, desvela una tara social tan grave como hasta ahora consentida.
Por desgracia, una ley no basta para que ese denigrante hostigamiento rijoso y salaz a las mujeres desaparezca, pues antes debiera desaparecer de las mentes, por llamarlas de algún modo, de los indeseables que lo practican.
Cualquier varón merecedor de esa condición y del título de ciudadano conoce la alarma, el azoramiento y el temor de la mujer con la que se cruza de frente en la calle desierta, e incluso no tan desierta. Ese varón, miembro de esa otra mitad de la población española que no sufre la abyecta cosificación sexual del siniestro requiebro callejero, sufre, en cambio, como en carne propia, en su propia alma, esa alarma y esa angustia de la mujer con la que se cruza en la calle solitaria, y procura adoptar un continente tranquilizador, fraterno, mediante el uso de algún discretísimo gesto solo perceptible por aquella con quien se cruza, acaso el de obviar con naturalidad la mirada.
Eso que Eugenio d’Ors definió como “madrigal de urgencia”, el piropo, no es sino un regüeldo de la mala educación. Siendo ese piropo, si no rebasa la imprecisa frontera de la burda agresión verbal, una forma menor de acoso callejero a la mujer, su extensión, su pertenencia al catálogo de tradiciones chungas de necesaria abolición y aun la pasmosa circunstancia de que a algunas mujeres les agrada, le convierten en la punta del iceberg del acoso que atenta contra lo más valioso, y por valioso vulnerable, de la criatura humana del sexo que sea, la libertad.
Escuchar a ciertos tipos, avanzado ya el siglo XXI, hablar de “ganado” al referirse a las mujeres, y no digamos entre los jóvenes, repugna y nos da de bruces con una realidad que una mera ley no puede cambiar. Una ley es un gesto, una intención, pero no una política de futuro que necesariamente ha de basarse en la educación, que, a su vez, es la madre del respeto, de la empatía y de la sensibilidad.
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