La paliza mortal que recibió el pasado sábado el joven Samuel Luiz ha conmocionado hasta a los investigadores policiales por la brutalidad empleada por quienes participaron en el linchamiento, al menos siete personas, que lo patearon durante 150 metros, mientras él intentaba escapar una y otra vez de la agresión, hasta dejarlo muerto. La policía ha detenido ya a cuatro personas y siguen investigando si es un crimen homófobo. La amiga que acompañaba a Samuel ha testificado que lo mataron al grito de ¡maricón! Y ese dato ha suscitado manifestaciones en toda España en repulsa por lo que consideran un nuevo crimen homófobo.
La justicia determinará si lo es o no lo es. Si se confirmara, este crimen no haría sino documentar hasta dónde puede llegar una creciente homofobia que está más que documentada y que se ha ido extendiendo en los últimos años al ritmo en que se han ido amplificando los discursos contra el colectivo LGTBI. Solo en el último año, los delitos contra homosexuales crecieron casi un 9% y es difícil que pase una semana sin que tengamos noticia de una nueva agresión. Es decir, el problema existe, es muy grave, hay que poner freno a su extensión y condenar firmemente su existencia. No es irracionalidad, como los asesinatos machistas no eran crímenes pasionales, aunque nos costó mucho tiempo cambiar la mirada y el lenguaje sobre ellos.
Ignorarlo o minimizarlo es, en cierta manera, ser cómplice del fenómeno. Como lo son quienes siembran discursos homófobos sabiendo sus consecuencias. Como cómplices fueron los siete agresores que se sumaron a la orgía criminal contra Samuel, o quienes, sin golpear, no detuvieron la agresión, y como lo fueron también aquellos que, en su círculo familiar o de amigos, conocieron después el ataque y también callaron, algo nada distinto a la omertá mafiosa. Es lo que tienen los violentos: son muy valientes cuando actúan en manada, escondidos muchas veces en la sombra de la noche, pero unos cobardes para decir: sí, yo lo he hecho.
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