Hace año y medio, cuando el gurú en jefe de la Propaganda le aconsejó a Pedro Sánchez que repartiera esperanza -mucho antes de que lo arrojaran por el barranco- dijo aquello de “Saldremos más fuertes”. En el supermercado de la política las estanterías de la esperanza están abarrotadas, porque son gratis. Ahí tienes a los comunistas cubanos, repartiendo esperanza desde hace sesenta años, y comprobando que la esperanza no calma el hambre.
Lo peor no es que hayamos salido más débiles, más pobres, más sectarios, más rencorosos y más jodidos, porque eso hasta se podría neutralizar e incluso sanar con tiempo y paciencia, lo peor de todo es que hemos salido así de resentidos, pisando sobre los cadáveres de más de cien mil personas. Más de cien mil personas que no eran perfectos desconocidos, sino que se trataba de nuestros vecinos, de nuestros amigos y de nuestra familia. Ante un enemigo poco conocido, que mataba a nuestro padre, a nuestro hermano o a nuestro camarada de media vida, no sólo no nos hemos unido solidariamente, sino que cada uno ha tirado por el camino de sus intereses, empezando por el Gobierno, que aprovechó la guerra para gobernar por real decreto, sin tener que pasar por el control de las Cortes, abuso que ha señalado el Tribunal Constitucional. Y no me parece el abuso más grave, porque lo repugnante es ese nacionalismo, que aprovechaba la debilidad para seguir con sus repugnantes objetivos, sin respeto alguno a los muertos. Ese sectarismo infame que seguía malversando fondos para hablar mal de España en la Unión Europea, y que, ahora, debido a que no se ha preocupado por gestionar vacunas y pandemia, se da cuenta de que es más fácil cortar la Diagonal de Barcelona que mantener el rigor y la lucha contra un virus que está matando incluso a quienes les votan. Si ante algo que nos mataba, salimos más desunidos y más enfrentados, no cuesta imaginarse una guerra, donde los secesionistas puede que durarían muy poco en pasarse al enemigo.
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