Esta semana que concluye han ocurrido cosas muy graves. Puede que la peor de todas, aunque no la única, sea el abierto enfrentamiento entre el Gobierno y los jueces, no solo los del Tribunal Constitucional, a su vez mortalmente divididos entre ellos. Un magistrado del TC, acaso el más significativo por su posicionamiento junto al Ejecutivo, ha llegado a sugerir que, con la sentencia de sus compañeros contra el estado de alarma, el Estado está "desarmado" contra las pandemias. Y una ministra, probablemente la que menos merece serlo, ha declarado que los jueces son "la oposición al Gobierno". Puede que no sean hechos concretos, sino meras palabras, pero sin duda traducen un pésimo estado de ánimo y un caos institucional de considerables proporciones.
La división interna que muestran los jueces a la hora de interpretar la legislación vigente, la injerencia del Ejecutivo en lo que debería ser materia del poder judicial y el retorcimiento de leyes que, admitámoslo, a veces están desfasadas, para llegar a los fines que se pretenden, son cuestiones que no hacen sino devaluar el arquitrabe legal español, ya zarandeado de cuando en cuando por los tribunales europeos (y lo que viene, que amenaza con ser peor). Así, nada puede extrañar, aunque sea enormemente peligroso, el desprecio que el secesionismo catalán, comenzando por la Generalitat, muestra hacia las leyes que "pretenden imponernos desde España". Para que los ciudadanos respeten las leyes primero han de respetarlas quienes han de hacer que se acaten.
Resulta increíble que los representantes del Ejecutivo, del principal partido que lo sostiene (de Podemos no hemos de esperar gran cosa en este terreno) y de la oposición no hayan mostrado aún la menor alarma ante este auténtico desarme del Estado, un desarme que, obviamente, no se centra solo en el ámbito sanitario. Me causa estupor que los recientes cónclaves del PP y de Ciudadanos (de Vox tampoco aguardo sorpresas constructivas) no hayan puesto el grito en el cielo ante el patente desplome --sí, he dicho desplome-- de las instituciones.
Con el en todo caso inoperante Parlamento casi cerrado por las vacaciones, aunque haya un pleno extraordinario este miércoles para convalidar o derogar reales decretos-leyes pendientes; con el país alarmado ante un furibundo rebrote del virus en su quinta ola; con el sector del turismo tambaleándose, me pregunto qué más tiene que ocurrir para que se dé un pacto de Estado entre las principales fuerzas políticas. Ni la negociación con la Unión Europea, ni la lucha contra la pandemia --que debería estar mejor coordinada por las autonomías--, ni las medidas a adoptar en el inmediato futuro en Cataluña, ni el reforzamiento de las instituciones, comenzando por la Jefatura del Estado, son algo que deba afrontar el Gobierno en solitario.
Ya digo que, al margen de la tan frecuentemente errada marcha de los extremismos, la soberbia opaca de Sánchez y el negacionismo permanente de Casado, junto a las vacilaciones mostradas por Arrimadas, empeñados todos en potenciar a sus partidos por encima de los intereses de la nación, están causando un serio deterioro a la confianza ciudadana en sus representantes y a la credibilidad de España en el exterior. Los titulares de los medios a lo largo de toda esta semana indican la presencia de negros nubarrones sobre la democracia española, que debería estar basada en el buen engranaje clásico de los poderes de Montesquieu y en un sentido del Estado que no se aprecia ni en nuestros partidos ni en algunas de nuestras instituciones. Grave. Muy grave, y ojalá estuviese dramatizando con esta calificación. Quizá hasta me quede corto.
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