La reelección de Alberto Núñez Feijoo como líder incontestado del PP en Galicia arropado por Pablo Casado y Mariano Rajoy -presidente del partido y ex presidente del Gobierno-, más allá de describir su fuerte liderazgo adquiere un valor simbólico añadido. En el ámbito regional, el Partido Popular actúa unido. A diferencia de lo que sucede en el seno del PSOE, donde algunas baronías regionales están, por así decirlo, bajo sospecha.
El modelo cesarista que ha construido Pedro Sánchez -en el Gobierno y en el PSOE- ha ido despojando de poder a los órganos del partido. Prima la voluntad del líder sobre el conjunto de una organización que tradicionalmente gustaba de apellidarse federalista. Esa servidumbre se ha visto muy retratada en el espinoso asunto de los indultos que en el seno del PSOE apenas encontraron oposición más allá del presidente de Castilla La Mancha, Emiliano García-Page.
Sánchez lo acapara todo y una prueba de fuerza que revela la extraordinaria concentración de poder que ha logrado en el tiempo que lleva en la Presidencia del Gobierno ha sido la defenestración de José Luis Ábalos del Ministerio de Transportes y de la secretaría de organización del PSOE. Le ha liquidado políticamente sin sentirse obligado a dar una explicación siquiera a sus compañeros del partido.
Tal es su poder consentido en una organización que otros tiempos se mostró combativa y plural por haber, hubo, hasta una Izquierda Socialista representada en los órganos de dirección. A juzgar por lo que hemos visto en Galicia, la apuesta del PP va en sentido contrario. Casado espera llegar a La Moncloa apoyándose en el poder de los barones. Juanma Moreno en Andalucía, Mañueco en Castilla y León, Ayuso en Madrid, López Miras en Murcia y el reelegido Núñez Feijoo construyen poder político regional.
Casado no pierde el tiempo tejiendo estrategias de topo para remover a los barones del partido como parece que se puede leer en algunos de los nombramientos ministeriales de Sánchez orientados a socavar el liderazgo de los barones que discrepan de su forma de gobernar. La paradoja es que quien se reclama federalista impone la uniformidad frente a quien, desde la lealtad institucional, apuesta por la autonomía del poder regional.
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