Me encuentro entre quienes piensan que Sánchez se excedió muy mucho en su autoglorificación a la hora de hacer balance de fin de curso. Y pienso que, como yo, son bastantes los que creen también que Pablo Casado se pasó unos cuantos pueblos en su radiografía de la catástrofe que, en su versión, es este país.
Uno tiende a pensar que el cómputo de este fin de curso ‘horribilis’ tiene cosas buenas, regulares y malas. Y que la peor de todas estas cosas es ese desencuentro montaraz entre unos representantes que hace años deberían haberse puesto de acuerdo en torno a cosas sustanciales, y siguen empeñados en un duelo a garrotazos sobre las cabezas de la ciudadanía.
Porque, haciendo un resumen apresurado de un curso marcado por la pandemia, por el terror a una crisis económica, por la dimisión de Pablo Iglesias -la figura más atípica y pintoresca, vamos a decirlo así, que ha pasado por nuestra política-, y por una remodelación gubernamental a fondo, lo menos que se puede decir es que hay claroscuros. Una situación económica mucho menos pavorosa de lo que se temía. Una vacunación que se está haciendo bien, aunque yo no le daría la medalla en exclusiva a Pedro Sánchez, porque el podio está lleno de gentes meritorias. Y un intento, muy combatido desde la oposición, de “ganar tiempo” con el independentismo catalán, un esfuerzo que creo que al menos merece el beneficio de la espera.
Incluso la celebración de una descafeinada Conferencia de Presidentes Autonómicos, con todos los personalismos, sectarismos y deficiencias que usted quiera, me parece un colofón al menos de diploma olímpico a un curso político en el que ha ocurrido de todo. Quizá por ahí debería haber comenzado el insoportablemente triunfalista resumen de Pedro Sánchez a la hora de valorar lo hecho en el último año: tendría que haber incluido lo no hecho, o incluso lo mal hecho.
El día en el que un dirigente político muestre el más mínimo atisbo de autocrítica y de voluntad conciliadora “de verdad”, se forra a recibir votos.
Sin duda que Sánchez merece los abucheos recibidos este viernes a su llegada a la cumbre de Salamanca. Siempre hay alguien dispuesto a abuchear, pase lo que pase al contrario, y aplaudir sin condiciones al propio. La culpa la tiene, en primer lugar, la propia clase política, que nos presenta un panorama inmaculadamente blanco o irremediablemente negro. Y entonces, claro, las gentes de la calle no vemos soluciones por parte alguna, aunque haya que convenir que algo sí se hace. Si no, ¿por qué van bien tantas empresas del Ibex, por qué mejora el paro, por qué el FMI nos halaga con sus previsiones?
El día en el que consigamos hacer un balance equilibrado de lo bueno y de lo malo, y hasta de lo regularmente actuado, este será un país mejor. Y vaya usted a saber, quizá entonces logremos que las conferencias de presidentes no sean una jaula de grillos. Y hasta que acuda a ellas el Aragonés de turno. Pero eso sería, en el mejor de los casos, el curso que viene, o el siguiente. Quién sabe. Este, a los efectos del equilibrio y la moderación que hubiesen sido tan precisos, ha sido un curso perdido. Otro más.
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