Se me ocurrió decir, en un programa de radio, que los negacionistas que se resisten a vacunarse deberían, en aras de las libertades, poder hacerlo; pero que deberían ser tratados como apestados -eso dije, me temo-, sin poder ejercer la docencia, ni estar en la hostelería o en otros trabajos que tengan contacto directo con el público. Organizaciones negacionistas me frieron en las implacables redes sociales: unos llegaban hasta a amenazarme con demandarme por ‘un delito de odio’. Sic
Siento haber utilizado el término ‘apestados’, que tiene connotaciones semánticas peyorativas, alejadas de la literalidad de la palabra y de su significado. Pero sigo pensando que todo aquel que suponga un riesgo incrementado hacia los demás en estos tiempos de pandemia debe someterse, o ser sometido, a un cierto aislamiento. Prefiero que las personas que viajan conmigo en el ascensor, las que me cobran en el supermercado, el conductor de mi autobús o las que dan clase a mis hijos estén normalmente vacunadas. Sé que ello no exime del todo del riesgo de contagio, pero lo atenúa. Y el caso es que las estadísticas nos muestran que la mayor parte de las personas que están ahora en las UCI por el Covid son ‘no vacunadas’, por mala suerte o, sobre todo, por haberlo rechazado en su momento.
Comprendo perfectamente la disidencia -en muchos casos la comparto_ hacia las verdades oficiales, y también a los rebeldes con causa. Pero me cuesta comprender a quienes, al margen de la evidencia científica y de lo que dicen los datos fehacientes, se obstinan en mantener una actitud que no solamente les pone en riesgo a ellos, sino también a los demás. El negacionismo por principio, sea en materia sanitaria o ambiental -que esa es otra-, se me antoja algo que bordea la irracionalidad y que, por tanto, se convierte en algo peligroso. E insolidario con tantos, en tantas partes desafortunadas del mundo, que quisieran acceder a la vacunación completa y no pueden hacerlo. Por eso, los jefes de Estado o de Gobierno que, inicialmente, practicaron el negacionismo -desde Trump hasta Bolsonaro_ deberían figurar en la historia infame de los grandes irresponsables. Como mínimo.
Lo digo porque en esta semana que comienza España bordeará ya ese setenta por ciento de ‘inmunizados’ -ya sabemos que no lo son tanto, pero al menos aminoramos los riesgos y las consecuencias de la enfermedad_ que, en teoría, permitirá una efectiva y gradual normalización de nuestras vidas, si es que tal normalización, con todas sus contradicciones y fallos, no ha comenzado ya, que, de hecho, sí ha comenzado. Hemos de admitir que, en general, el programa de vacunaciones, gracias a todos, ha funcionado bastante bien.
Creo que ha llegado ya el momento de hacer balance de cuánto han cambiado, seguramente para siempre, nuestras vidas en tantos aspectos, y cómo afrontar mejor ese futuro ciertamente nuevo que, con todas sus amenazas, promesas y posibilidades, se está abriendo ante nosotros. Es una reflexión que ha de abarcar a los gobiernos y a la sociedad civil en su conjunto. Pero en la que los negacionistas no deberían tener derecho a participar, porque de ellos solamente podemos esperar soluciones erróneas.
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