José Luis Masegosa
01:00 • 30 ene. 2012
Cuando he regresado, de nuevo, al mismo centro geriátrico he pensado que doña Asunción lo habría abandonado, tras hacerse cargo de ella alguno de sus cinco hijos. Pero no. Un año después he encontrado en la misma butaca a esta venerable anciana, con su inseparable bufanda a cuadros, regalo de su nieta mayor en la última visita que le hizo, de cuya fecha la octogenaria mujer no recuerda nada. Hace frío en este postrero enero que encamina sus pasos de gélidas escarchas hacia el epicentro invernal. Como todos los días del año, la rutina preside el tictac del tiempo que corre despiadado en contra de los almanaques vivientes que alberga este establecimiento, en el que todos los esfuerzos por aderezar la estancia con un halo de “normalidad” se rebelan para desnudar los dramas y tragedias que muchos de los residentes llevan consigo con un una increíble resignación franciscana.
Es media tarde. Una pátina intensa de rojo naranjado se posa en lontananza sobre el próximo horizonte de las cumbres nevadas de los Filabres. Los pasillos y estancias comunes del centro se pueblan de vidas arrugadas. Es conocida la voz de mujer adulta que escucho a mis espaldas. La historia suena en mis oídos. Doña Asunción asegura que jamás pensó que su actual situación llegara a producirse. Todo comenzó cuando enviudó. Cuando le edad empezó a pasar factura y ya no podía valerse por sí misma. Fue entonces cuando todos y cada uno de sus cinco hijos abandonaron a su madre en este mismo centro, donde ahora ella se desahoga con este improvisado visitante. Ella ya no sabe exactamente cuándo fue le última vez que recibió noticias de sus descendientes, aunque al principio esto no ocurría. Cuando se marcharon del pueblo escribían y llamaban por teléfono. Luego, las cartas se espaciaron y el teléfono enmudeció...de las visitas, mejor no hablar. Paulatinamente dejaron de ir a verla. La culpa era del trabajo y de las respectivas ocupaciones. Las cosas comenzaban a ir bien y no tenían tiempo para visitar a su madre. A lo mejor, subraya mi sensible interlocutora, piensen que una mujer de pueblo no encaje en su mundo, o que se avergüencen de su madre. Ahora le pagan así, con el abandono y el olvido. Doña Asunción precisa que procura engañarse porque la realidad puede ser demasiado dura, y no pierde la esperanza de que alguno de sus hijos aparezca por la puerta o que suene el teléfono. Pero ella se siente vieja, sola y abandonada…y no puede evitar las lágrimas, lágrimas de tristeza y amargura. Lágrimas, en fin.
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