Ni cuando la mayor parte del cuerpo diplomático destinado en Afganistán huía de Kabul en los primeros vuelos tras la victoria de la horda talibán, ni cuando una banda afín a ésta, la llamada Estado Islámico del Jorasán, reventó las vidas de dos centenares de personas que pugnaban en las inmediaciones del aeropuerto, junto a otras miles, por salvarse de la venganza fundamentalista, Gabriel Ferrán y Paula Sánchez abandonaron su puesto, desde el cual, en esas trágicas jornadas del vergonzoso hundimiento, contribuyeron decisivamente a salvar 2.206 vidas humanas.
No siempre los españoles podemos enorgullecernos de nuestros representantes diplomáticos por esos mundos, ni sentir el amparo que de ellos necesitamos recibir en momentos de apuro lejos de casa, y tal vez por eso la conducta de Gabriel Ferrán, embajador de España en Afganistán, y Paula Sánchez, segunda jefa de la representación diplomática, se percibe como una gesta heroica.
Pero, aunque nuestras embajadas y consulados hubieran sido siempre crisol de buenas y diligentes prácticas, incluso asombro de la comunidad internacional por la exquisita atención prestada a sus nacionales, la actuación de Pedro y Paula sería igualmente heroica, pues en heroico deviene a menudo en España el mero cumplimiento del deber, y no digamos cuando, como en este caso, se arriesga la vida en ello.
Gabriel Ferrán tiene 60 años y era la primera vez, esta de Kabul, que en su larga carrera representaba a España como embajador. Era la primera vez (se ve que en Exteriores no le habían encontrado un destino más suave para su debut) y, encima, se hallaba en funciones en tanto llegaba el que habría de sucederle, que nunca llegó. Paula, por su parte, cumplía en Afganistán su primera misión de fuste, y pese a su juventud, o gracias a ella, no era la primera vez que se la jugaba: en un país infectado de agentes talibanes y extremadamente machista con y sin talibán, se mostraba en público y en los actos oficiales tal cual era, sin velo ni corto ni largo, ni negro ni estampado, que la velara.
Estos dos españoles, Paula y Gabriel, han elevado con su conducta la autoestima de todos los demás. La autoestima necesita, contra lo que opinan algunos psicólogos, algo estimable a lo que agarrarse, y ambos diplomáticos nos han proporcionado mucho.
Son paisanos nuestros, de la familia como si dijéramos, y fueron los últimos en abandonar Kabul, cuando de sus manos ya no estaba salvar ni una vida más.
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