Rafael Torres
21:40 • 30 ene. 2012
La muerte de tres policías nacionales en las aguas de la playa coruñesa de Orzán suscita, además de doloroso sentimiento y de profunda admiración hacia los profesionales que arriesgan sus vidas por salvar las de los demás, algunas reflexiones, no siendo la más irrelevante de ellas la que tiene que ver con el nulo derecho que tiene nadie a jugar con la vida de sus semejantes. Porque siendo cierto que el joven eslovaco que provocó la tragedia con su comportamiento imprudente fue, él mismo, víctima también, y que, como sus desventurados salvadores, deja familiares y amigos que lloran su muerte, no lo es menos que por su acción irresponsable, seguramente engendrada en los vapores de la intoxicación etílica, tres hombres jóvenes, sanos, generosos, tres hombres que si se tomaban unas copas no se arrojaban a las olas de cinco metros de un mar enloquecido, han perdido la vida entre ellas, para siempre, dejando a sus próximos destrozados, y a todos sin tres excelentes ciudadanos que, además, eran policías.
En ese viaje al fin de la noche que centenares de miles de jóvenes emprenden cada fin de semana, no es infrecuente que el vómito de los que se castigan el hígado y el cerebro, sus orines, sus voces, sus cristales rotos, sus peleas, su vandalismo, caiga a plomo sobre los que no tienen ni arte ni parte, ni, desde luego, culpa alguna. Por lo demás, ahora ha sido el grupo Erasmus, pero en otras ocasiones y modalidades han sido los amantes de riesgos extremos en la montaña o en las aguas rápidas los que, por gusto, han machacado a otros que, por dedicarse a cuidar del prójimo, tenían acreditado ser moralmente, humanamente, superiores.
Duelen todas las muertes accidentales de jóvenes, pero más duele, hipocresías aparte, el homicidio de inocentes. La ausencia de tres de éstos, su desaparición, deja un brutal vacío.
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