Sin haber profesado voto alguno y sin recibir el orden sacerdotal se entregan con frecuencia a la confesión, a escuchar y a aconsejar a quienes en su entorno profesional los solicitan. Y lo hacen con mucha paciencia, con mucho tacto y con la mirada puesta, por encima de todo, en el interés de los destinatarios de su quehacer. Algunos se expresan con voz de sabio y su verbo es accesible para todos, incluso para los más pequeños. En no pocas ocasiones se tropiezan con exabruptos e incomprensiones, rechazo y desprecio, cuando no con alguna imprevista e injustificada, vejatoria y cobarde agresión física que, a veces, se han tenido que tragar sin el amparo ni respuesta de sus patronos. Durante mucho tiempo de sus vidas han vagado de un lugar a otro, ligeros de equipaje, con escaso ajuar y no poca incertidumbre, aunque en determinados momentos se les ha querido presentar como integrantes de las fuerzas vivas del lugar. Han acatado con paciencia franciscana las interminables leyes y normativas reguladoras de su ejercicio y contenido profesional –una, como mínimo, por el gobierno de turno- que han tenido que aplicar en su habitual actividad del magisterio, marcada en las últimas décadas por un continuo baile de extrañas siglas que bajo el epíteto genérico de “nueva ley de educación” abre sus puertas a los más grandes dislates que háyanse conocido en el ámbito de los contenidos, en la transmisión de saberes y conocimientos y en la educación del alumnado.
Camina septiembre y acaso uno de los oficios singulares que no se pagan con dinero, el de maestro, se adentra en una nueva senda, en un nuevo tramo del curso que ahora principia. Salvo los progenitores, por obligación natural, nadie como un maestro desempeña un papel tan determinante –en todos los sentidos- en el futuro de sus alumnos. Nunca el entorno, el momento histórico o la situación social han presentado sus mejores rostros para el desarrollo de esta impagable actividad de la que todos, como servicio público básico, nos hemos beneficiado. Evidentemente, ni el contexto actual, ni los medios ni los maestros responden a las mismas expectativas, pero sí hay un nexo común que difícilmente se ausenta de la personalidad de este profesional: la vocación. De no constituir ésta el cimiento principal del docente difícilmente se entenderían las numerosas y complejas vicisitudes que siempre ha enfrentado la figura del maestro, cuya fortaleza vocacional quizás no pueda semejarse sino a la del sacerdote. Ahora que los días suben los primeros peldaños del curso no debemos olvidar al maestro, ponernos en su piel, con todos sus problemas y con su consagración a tan noble vocación.
En la trayectoria personal de cada cual seguro que la nómina de instructores es amplia, variada, interesante y curiosa. Y más seguro es que si conociéramos la vida y milagros de quienes con su pedagogía nos han puesto en el lugar que hoy ocupamos, descubriríamos cuán enriquecedor y generoso es el oficio que ejercen, una profesión que lleva a dar lo que se tiene y lo que no, que conduce, en más de una ocasión, a dejarse atrapar por el altruismo y la entrega sin límites. No sé si será mi cuna de maestros o una vocación tardía –felizmente cumplida en las últimas décadas- lo que siempre avivó en mí una constante admiración por el profesional de la enseñanza. Nunca dudé del espíritu de sacrificio, de la entrega y dedicación que los buenos maestros han derrochado en bien de sus discípulos, que no siempre han estado a la altura. Y es que tampoco los alumnos de hoy son los de ayer, cuando las jóvenes generaciones de maestros hacían gala de su plena disponibilidad para llegar, si era necesario, allí donde el viento da la vuelta, en una España parda y gris dominada por el analfabetismo y la incultura. A esa España rural y alejada de sus orígenes andaluces fueron mis progenitores. Mi padre desempeñó, casi adolescente, su primer trabajo en Luesma, un pequeño pueblo maño de la Sierra de Herrera que a día de hoy cuenta con 37 vecinos, donde carecían de todo menos de dificultades. Mi madre, muy joven también, emprendió un día el incierto camino de su primera escuela que la llevó a una pedanía de Peñas de San Pedro, en la albaceteña Sierra de Alcaraz, donde unos campesinos pudieron alojarla y acomodarle una suerte de alcoba con los aparejos de las caballerías para aliviar las gélidas temperaturas del lugar. Aun cuando las condiciones actuales no son como las que encontraron estos dos maestros, aún persisten numerosas carencias para estos profesionales en determinadas zonas rurales.
Nuestra infancia, adolescencia y lo que hoy somos se han escrito con los nombres propios de nuestros maestros, y sin olvidar el respeto y el reconocimiento a todos ellos, la pátina del tiempo ha cincelado con oropeles alguna identidad más que otra. Esa que, pasados largos años, encontramos en la calle y le sorprendemos: ¿Es que no me conoce?, yo fui su alumno….Nadie, salvo el propio maestro o maestra abordados sabe cuanta satisfacción encierra nuestro gesto. Como el de la hermosa carta dirigida por Albert Camus a su primer maestro, Germain Louis, tras obtener el Premio Nobel de 1957 :” Querido señor Germain: He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido. Le mando un abrazo de todo corazón. Albert Camus”. Gestos de alumnos agradecidos a maestros generosos.
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