Los escolares europeos grabamos a fuego en nuestra mente el mapa mundi que teníamos en clase: una fotografía plana de la esfera terrestre en la que Europa quedaba en el centro, con el Océano Atlántico y América a un lado y, al otro, la prolongación terrestre de Asia hasta terminar en Japón.
Cuando años después entré en la Universidad de Berkeley, en el despacho del profesor Manuel Castells, sufrí un impacto visual inolvidable: la esfera terrestre era la misma, claro, pero en aquel mapa mundi lo que estaba en el centro era Estados Unidos más su prolongación hacia el sur, América Latina, considerada por ellos su “patio trasero”. A un lado quedaban el Océano Pacífico y Asia, mientras que Europa se situaba en el otro extremo. Entendí en aquel mismo momento que los europeos no éramos tan centrales como creíamos, sino más bien periféricos.
Lo acontecido en la última semana, con la ofensiva del presidente Biden sobre China, mueve de nuevo la fotografía. La alianza entre Estados Unidos, Reino Unido y Australia sitúa el Océano Pacífico como centro del mundo. Europa y América Latina corren grave riesgo, más que nunca, de quedar en la periferia; mientras, Australia, un país con solo 25 millones de habitantes, pasa a jugar en la primera división mundial, como séptimo país con arsenal nuclear.
China ha reaccionado airada. Francia también porque estaba construyendo submarinos nucleares para Australia, que acaba de anular sus pedidos. El presidente Macron, ofendido, ha retirado momentáneamente sus embajadores en Canberra y Washington. En la Unión Europea se intensifican las voces que reclaman un mínimo ejército propio y no dependiente de la OTAN, a su vez condicionada por los intereses estadounidenses en cada momento, como acaba de comprobarse dramáticamente en Afganistán.
Un personaje cobra especial relevancia en este empeño: el vicepresidente de la UE, el español Josep Borrell, Autoridad Europea para la Política Exterior y la Seguridad. El batallón de la Unión Europea -se estima, inicialmente, en unos cinco mil efectivos- está cada vez más cerca. Los últimos acontecimientos lo reclaman.
La Unión Europea está sitiada: por el Oeste, ha perdido al Reino Unido que se abraza a Washington para tapar los desperfectos del Brexit, un despropósito; por el Sur, Africa y Oriente Medio envían a millones de inmigrantes a desembarcar en sus costas con un drama diario de naufragios y tráfico de personas. Los campamentos de refugiados e inmigrantes de Grecia, Turquía e Italia revientan. España queda a solo 14 kilómetros de Marruecos y la tensión es máxima. Por el Este, el desafío a Europa viene de Rusia, proveedora del gas siberiano a través de oleoductos que recorren la inestable Ucrania y Polonia.
Si Putin cerrara el grifo, media Europa se helaría y sus calles arderían. Ahora, el precio del gas sube y, en consecuencia, también el precio de la electricidad que se convierte en un factor de erosión de la credibilidad de los gobiernos europeos, especialmente el italiano y el español.
Ahí reaparece de nuevo Borrell pidiendo la reforma de sistema europeo de fijación de precios de la electricidad: “Revisemos el sistema porque tiene demasiadas disfunciones. No se justifica la traslación del coste del gas a otras energías cuyos costes de producción no tienen nada que ver”. El presidente Pedro Sánchez y la presidenta Úrsula Von der Leyen, dialogan sobre una solución urgente. Problemas en casa, mientras el centro del mundo se aleja.
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