Pese a que la puesta en libertad de Puigdemont por la juez de Sasari en Cerdeña vuelve a sembrar de dudas la solidaridad de la justicia europea con España, como Estado de derecho, aquí, el único que hace el ridículo es el dirigente independentista catalán. Así lo dijo, alto y claro Felipe González, a la vez que defendía el diálogo, pero siempre dentro de la ley.
Su salida, provocadora, de la cárcel, en compañía de su leal colaboradora y presidenta del Parlament, Laura Borràs, ha llenado de preocupación a los magistrados del Supremo --tribunal que deberá juzgarle cuando sea entregado--, por lo que representa de fragilidad de las instituciones europeas en materia de colaboración judicial, y porque pone absolutamente en cuestión la eficacia de la euroorden.
Los españoles descubrimos, ahora, que no son los Tribunales superiores ni las Audiencias nacionales quienes tiene la potestad de aceptar o rechazar una petición de extradición de un socio en la UE. Cuando Puigdemont se fue a Alemania, en su afán por internacionalizar el “procés”, fue un tribunal de un Land quien denegó la petición española.
Al igual que ahora ha sido una juez de Cerdeña (una región, por cierto, con larga tradición de hermanamiento con Cataluña y que ha recibido abundantes fondos de la Generalitat).
Esta falta de homologación de las causas penales y el hecho de que el al Tribunal de Justicia Europeo denegara hace unos meses la inviolabilidad de Puigdemont como eurodiputado, convierte este asunto en un tema prioritario a resolver entre los socios en la próxima cumbre europea. Si los países miembros cumplen los exigentes estándares impuestos por Bruselas, no se puede dejar al albur de un tribunal provincial la eterna fuga de un prófugo.
Además, en el caso de Italia, no puede excusarse en la inexistencia de figuras penales como los delitos de rebelión o sedición, como hizo Alemania, porque en su ordenamiento jurídico las hay muy similares.
Otro aspecto, no menos importante de la cuestión, es la preocupación del Gobierno de Pedro Sánchez por la zancadilla que su entrega a España supondría para la mesa de diálogo con Cataluña. La ansiedad también alcanza a los dirigentes de ERC, Junqueras y Aragonés, que ven reaparecer un fantasma que a nivel popular daban por amortizado. Moncloa y la Generalitat se apresuraron el viernes a garantizar que su relación seguía siendo fluida, pese a que Pedro Sánchez tuvo que decir (no le quedaba otro remedio) que el prófugo debía ser entregado y juzgado en España.
El PP, que no da puntada sin hilo, a través de su portavoz nacional, el alcalde de Madrid Martínez-Almeida, instó al Gobierno a no interferir en la extradición de Puigdemont.
Lo que, traducido al lenguaje de la calle, quería sugerir que el Ejecutivo, en contra del Supremo y el juez Llarena, podría pedir a Mario Draghi, que pusieran trabas a la entrega. Es una acusación los suficientemente grave como para que se aporten pruebas y no se deje a beneficio de inventario.
La política española se encuentra sumida en tal pozo de crispación que todo vale, incluso poner en cuestión el prestigio de las instituciones democráticas.
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