Cada vez que el ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, abre la boca, sube el pan. Y hay polémica, por más que luego sus propios compañeros del Gobierno le maticen o hasta le desmientan. Ahora ha soltado, como sin querer y ofreciendo cifras con apariencia de contundentes, que sería beneficioso para las arcas de la Seguridad Social -toma, claro_que la vida laboral se prolongase hasta los setenta y cinco años. No me parece cuestión de oponerse 'a priori': quien suscribe ya ha sobrepasado la edad de jubilación oficial con creces, y ahí sigue, más o menos tan ricamente. Pero lo menos que se le podría pedir a ministro tan preparado es que matice, precise y aclare, para evitar que entremos en un nuevo campo de confusión, otro más.
En primer lugar, porque no todas las vidas laborables son iguales, ni siquiera parecidas. Hay tareas que simplemente no se pueden afrontar con más de sesenta y cinco años, y otras, entre las que se encuentra la que desempeño, mucho más satisfactorias: confieso que, para mí, el momento de la jubilación total será un serio disgusto, porque me reconozco un trabajador afortunado.
Es decir, no todo el mundo puede jubilarse a la misma edad y, en todo caso, ha de ser voluntario el hacerlo sobrepasada una edad razonable, que admito que puedan ser los actuales sesenta y siete años. Pero, además, quien aplaza el descanso que supone la jubilación ha de recibir una serie de estímulos más seguros, claros y contundentes que los esbozados en la actualidad: resulta, en estas condiciones, bastante difícil saber qué ha de hacerse y cuándo para percibir aquellas cantidades de las que un día nos habló el propio señor Escrivá.
La pirámide población, tan envejecida, exige actuar cuanto antes si se quieren efectivamente salvar esas cuentas de la Seguridad Social sobre las que tan apocalípticas advertencias se nos lanzan. Y todo ello, cómo no, ha de hacerse con un consenso que hoy al parecer ni se busca ni se quiere, y ahí está la raíz de uno de nuestros más encarnizados males.
Temo que en el fondo de todos estos planes 'macroeconómicos' se encuentra una gran preocupación por las grandes cifras, y una total despreocupación por el individuo; la gente, para quienes planifican nuestros futuros, es apenas eso, gente, no ciudadanos portadores, cada uno de ellos, de derechos y merecedores de la atención de aquellos a quienes han elegido (y pagan) como sus representantes.
Y este, junto a la política de hostilidad total contra el adversario, es el otro mal enraizado en nuestras entrañas que nos hace merecedores de la maldición de Bismarck: los españoles son el pueblo más fuerte del mundo; llevan siglos intentando destruirse y aún no lo han conseguido... Y mira que a veces le echamos tesón al asunto, casi desde que nacemos hasta el final, más allá de los míticos setenta y cinco que nos plantea esa suerte de neo tecnócrata llamado José Luis Escrivá.
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